La tristeza de los políticos

SEGÚN LO VEO

JAMES NEILSON

Dice Cristina que “el poder político es el que menos poder tiene, porque necesita validación y legitimidad en elecciones”. Se trata de una verdad a medias: los demás poderes, como el económico y el que más le molesta, el mediático, también dependen de las vicisitudes de sus mercados respectivos. Escasean los imperios industriales, comerciales o financieros que duran más de 100 años, mientras que pocos días transcurren sin que un grupo periodístico, que hasta apenas un lustro atrás estaba en condiciones de intimidar a los potentados más fuertes, caiga en bancarrota, víctima del progreso arrollador de la tecnología. ¿Constituye una excepción a esta regla deprimente el poder religioso? Para sobrevivir, los distintos cultos también tienen que evolucionar; caso contrario, les aguardará el destino de tantos credos que, por un rato, atrajeron a millones de devotos, pero que en la actualidad sólo interesan a historiadores como los que nos recuerdan que, hasta fines del siglo IV, divinidades como Mitra e Isis contaron con más adoradores que Jesucristo en Roma y los territorios que dominaba. Aunque Cristina haya exagerado, en la entrevista televisada que se difundió la semana pasada aludía a uno de los temas fundamentales del mundo contemporáneo. Luego de un siglo en que, en el occidente y buena parte de Asia, las pasiones políticas habían llenado el espacio antes ocupado por la fe religiosa o la lealtad hacia uno u otro autócrata, muchos han llegado a la conclusión de que “los dirigentes” son decididamente menos poderosos de lo que dan a entender. En los países democráticos, los políticos profesionales son más que capaces de aprovechar problemas para conseguir el apoyo de una cantidad adecuada de votantes, pero, una vez en el gobierno, descubren que solucionarlos no es tan fácil como habían supuesto. Parecería que Cristina se ha dado cuenta, un tanto tardíamente, de que en última instancia las movilizaciones populares e incluso un triunfo electoral aplastante son sin duda muy agradables para los así homenajeados, pero de por sí no sirven para producir los cambios generalizados con que sueñan. En otros países democráticos, son muchos los mandatarios que comparten la frustración que con toda seguridad siente la señora cuando piensa en la mediocridad de los resultados concretos de seis años o, si se prefiere, más de diez, de poder supuestamente omnímodo. El norteamericano Barack Obama y sus homólogos europeos ya saben que es una cosa hablar de recuperación económica y otra muy distinta impulsarla para que sea sustentable. En cuanto a la “justicia social”, todos los intentos de alcanzarla han tenido algunas consecuencias desafortunadas, sobre todo en los países que han sido usados como laboratorios por progresistas ambiciosos. Mal que les pese a los resueltos a construir sociedades radicalmente distintas de las existentes, muchas personas se resisten a ser tratadas como ladrillos. Asimismo, si bien la metodología basada en el “ensayo y error” brinda resultados muy positivos en el ámbito científico, los esfuerzos por aplicarla en el sociológico pueden tener consecuencias catastróficas. Para indignación de los políticos, a menudo los cobayos se rebelan contra los encargados del laboratorio. Aun cuando se sometan con docilidad, suelen negarse a colaborar o sencillamente carecen de las características precisas para que el experimento culmine con la creación de un nuevo orden más justo que el anterior. He aquí una razón por la que siempre habrá políticos que lamentan verse obligados a validarse y legitimarse en elecciones. Quieren creer que, por ser tan espléndidos sus propios proyectos, funcionarían maravillosamente bien si no fuera por la terquedad de un electorado tan impaciente y tan poco imaginativo que no les permite completar su obra. Para soslayar los obstáculos electorales, muchos iluminados decidieron que no les cabía más alternativa que la de derrumbarlos en nombre del progreso. Es lo que hicieron generaciones de comunistas. Desde su punto de vista, el experimento que tanto los entusiasmaba justificaba no sólo una tiranía totalitaria, sino también la “liquidación” física –léase, asesinato–, de decenas de millones de hombres, mujeres y niños culpables ya de dejarse seducir por ideas foráneas, ya de pertenecer a una clase social considerada maligna, y la encarcelación, en condiciones terribles, de otros tantos. Los comunistas eran y, en algunos lugares como Cuba y Corea del Norte, todavía son los más resueltos a tomar al pie de la letra una versión ampliada de aquella vieja consigna radical según la que lo económico debería subordinarse a lo político, pero no han sido los únicos. Además de los nazis y fascistas, una multitud de otros, entre ellos muchos demócratas que, por fortuna, no querían matar a nadie por sus hipotéticos pecados ideológicos, también han procurado cambiar drásticamente el sistema económico y social vigente. Hasta hace apenas diez años, los “moderados” o “centristas” de Europa occidental podían felicitarse por el éxito de un proyecto que, en términos generales, merecía el apoyo de virtualmente todos, pero últimamente han surgido tantas dificultades que está difundiéndose la sospecha de que no es viable porque será imposible mantener por mucho tiempo más el Estado benefactor que, creían, reconciliaba el dinamismo ciego de la economía de mercado –la única que funciona– con las aspiraciones a primera vista más que razonables de la mayoría. Los dirigentes de las sociedades avanzadas enfrentan un dilema angustiante: si privilegian la productividad del conjunto, algunos prosperarían como nunca antes, pero muchos otros dependerían, para sobrevivir, de la asistencia pública, es decir, de la caridad; en cambio, si eligen defender cierto grado de equidad, su país correría el riesgo de perder terreno frente a otros más competitivos, lo que, andando el tiempo, significaría la depauperación del conjunto. Al propagarse la convicción de que no les será dado resolver un problema que parece asemejarse al planteado por la cuadratura del círculo, tanto la elite como la ciudadanía rasa de Europa, América del Norte y, cada vez más, América Latina, están ensañándose con “los políticos”, calificándolos de pigmeos venales, mediocridades muy diferentes de los gigantes de antaño, para entonces castigarlos en las elecciones siguientes, reemplazándolos por otros como ellos. ¿Y entonces? Puede que, lo mismo que en Grecia y distintos países de Europa central, surjan movimientos populistas o francamente extremistas, que, luego de provocar muchos estragos, fracasarán, ya que a lo sumo servirían para que se desahogaran quienes temen verse irremediablemente marginados en el orden mundial que está configurándose.


SEGÚN LO VEO

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Certificado según norma CWA 17493
Journalism Trust Initiative
Nuestras directrices editoriales
<span>Certificado según norma CWA 17493 <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Comentarios