Las grandes grietas norteamericanas


Además de la brecha entre los que apoyan a Trump o a Biden, hay otra que afectará al gobierno: los rebeldes neo-izquierdistas y el establishment demócrata.


Puesto que la democracia depende de la convicción de que siempre es mejor resignarse a que gobiernen personas de ideas que en opinión de muchos son equivocadas pero que así y todo consiguen el apoyo de la mayoría de los votantes, lo que está ocurriendo en Estados Unidos es muy preocupante. Es en buena medida gracias al poder, riqueza y militancia de la superpotencia a favor de la democracia representativa que el sistema político así supuesto ha sido adoptado por casi todos los países latinoamericanos y por muchos en África y Asia. De difundirse la sensación de que funciona mal en Estados Unidos, los autoritarios que abundan en todas partes tendrían buenos motivos para celebrar.

Lo mismo que los simpatizantes de Hillary Clinton cuatro años antes, los de Donald Trump quieren hacer pensar que fue ilegítimo el resultado de las elecciones presidenciales y que por lo tanto el presunto ganador no tiene derecho a estar en la Casa Blanca.

Mientras que los incondicionales de Clinton atribuyeron su derrota a la intervención de la Rusia de Vladimir Putin en el proceso electoral y procuraron revertirla mediante una prolongada investigación que, esperaban, culminaría con el juicio político de quien tomaban por un usurpador, Trump y los suyos acusan a los operadores de Joe Biden de cometer un fraude de dimensiones históricas al manipular los votos por correo.

Aunque es factible que sí hubiera muertos que votaron y que en algunos lugares los encargados del recuento desecharan las boletas que no les gustaban -no hay motivos para suponer que los políticos norteamericanos sean más honestos que sus equivalentes en América latina y el resto del mundo-, probarlo sería difícil. Asimismo, es sumamente improbable que lo que están denunciando Trump y sus aliados pudiera haber sucedido en una escala suficiente como para darle la victoria que tanto desea.

Al cuestionar la legitimidad del gobierno que a partir del 20 de enero encabezará Joe Biden, Trump está ampliando las grietas que dividen la sociedad norteamericana en la que son cada vez más los convencidos de que, en su caso particular por lo menos, los fines son tan importantes que cualquier medio que sirva para alcanzarlos puede justificarse.

No solo se trata de los defensores de Trump que acusan a Biden -un centrista veterano que desde el punto de vista de miembros del ala izquierdista del Partido Demócrata es un conservador recalcitrante- de querer transformar Estados Unidos en una dictadura comunista, sino también de quienes quieren que los negros se vean compensados con dinero contante y sonante por todo lo que sus congéneres han sufrido a través de los siglos, de los “fascistas rojos” del amorfo movimiento “Antifa” y de muchos otros que privilegian sus propias obsesiones por encima de todo lo demás.

La fragmentación cada vez más patente de la sociedad norteamericana se debe en buena medida al conflicto entre los intereses de lo que queda de la vieja clase obrera por un lado y, por el otro, aquellos de los que han logrado vincularse con actividades que requieren credenciales académicas, de las cuales muchas, en especial las repartidas por instituciones educativas politizadas, son de valor muy discutible.

Trump ganó en 2016 porque logró hablar en nombre de quienes se sentían despreciados por las nuevas elites que los ven como racistas ignorantes. De no haber sido por su conducta a menudo grosera que molestaba a un sector significante de blancos que lo habían respaldado, además de su actitud incoherente hacia la pandemia que está provocando estragos, Trump hubiera sido reelegido.

Para desconcierto de los demócratas, una proporción sustancial de los negros e hispanos lo prefirió al candidato demócrata al darse cuenta de que en verdad tenían mucho en común con quienes conformaban su “base” supuestamente racista.

Además de la brecha entre los que apoyan a Trump y quienes votaron a Biden, hay otra que no podrá sino afectar al gobierno norteamericano entrante: la que separa a los rebeldes de retórica neo-izquierdista del viejo establishment demócrata.

Para impedir que los partidarios del socialista confeso Bernie Sanders y sus fogosos aliados jóvenes boicotearan las elecciones, como muchos hicieron cuando la candidata presidencial era Hillary, Biden aceptó como compañera de fórmula a la californiana Kamala Harris que, se supone, se ubica bien a su izquierda.

Por ser Biden un anciano cuya propensión a meter la pata es notoria, no sorprendería en absoluto que Harris desempeñara un papel dominante en la administración que está ensamblándose, lo que a buen seguro aprovecharían los que sueñan con un cambio de rumbo que sea mucho más drástico que el previsto por el congénitamente cauto presidente electo.


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