Las pasiones y las razones

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

No hace demasiado tiempo, se pensaba que la Argentina entraba en un período de democracia tranquila. Las reformas “estructurales” del modelo neoliberal estaban casi todas realizadas. Sin corrupción y con ley la ilusión de lo ya dado predominaba en una parte de los argentinos. Esa presunción se correspondía con la imagen de calma transparencia del nuevo gobierno (aburrida y previsible hasta en la personalidad publicitada del nuevo presidente de la Nación). Honestidad y respeto por la ley consolidarían el proceso de inserción en el mundo globalizante, iniciado a principios de los años noventa. Las cosas no parecen haber sucedido precisamente así. La mansedumbre de cambios en paz que ilusionaron a los argentinos en las elecciones de octubre de 1999 es, por lo menos, dudosa. No hay paz ni cambios.

El siglo XXI empieza sin pasiones, pero tampoco ofrece demasiadas razones. Cunden los estados de ánimo depresivos y poco esperanzados. La “pálida”, esa condición de tiempos de recesión, desempleo y endeudamiento, predomina hoy en el alma de los argentinos.

Esa lividez enferma está exigiendo urgentemente remedios colectivos. La pasión política, que acumula impulsos para la acción comunitaria sobre ideas fuertes, sentimientos y emociones exaltadas, alcanzó un rango negativo para el progreso de la sociedad, que solamente la razón instrumental del juego de las instituciones de la democracia podría atenuar. El ideal fue así el consenso racionalmente argumentado de los acuerdos políticos y sociales. De hecho, sin embargo, los “consensos” fueron efímeros, porque se asentaban en falsas realidades y en erróneas interpretaciones sobre ellas. Eran productos generados más por la simulación y disimulación deshonesta que por el franco diálogo de posiciones distintas que arribaran al justo medio del acuerdo. Las usufructuaron quienes ya eran poderosos antes de su concreción. Tuvieron por lo tanto un efecto de perpetuación de intereses estatuidos concretos, pero restringidos y limitados a pocos beneficiarios.

A esta altura debería admitirse que una democracia moderna y de alta calidad participativa, que asegurara un proceso de desarrollo integral y equitativo, no prosperó desde la reforma constitucional de 1995, reforma que es el superlativo ejemplo del consenso político fraguado.

Siguiendo una simbología cromática, el pensador italiano Remo Bodei ha trabajado sobre “el color de las modernas pasiones políticas”. Por cierto, la democracia liberal es gris: no admite los fanatismos ni los heroicos ideales. Resulta de una normal cotidianidad. Rechaza las “negras pasiones” del fascismo y el pensamiento reaccionario, vinculadas con los principios del autoritarismo y la jerarquía de sangre y violencia y la sumisión al liderazgo carismático. El liberalismo también refracta la “pasión roja”, típica de los movimientos revolucionarios, alimentada por las expectativas de cambios profundos, un mundo y un hombre nuevos, proyectados hacia un futuro de bienaventuranza igualitaria.

Aunque esa clasificación por colores de las actitudes políticas resulta por demás esquemática, aplicada con cauteloso relativismo puede ser útil metáfora para una reflexión esclarecedora del presente. Y hasta quizá sirva como indicadora de posibles porvenires, un mapa de futuro del que buena parte de los argentinos carece por completo.

Durante muchos años, los enfrentamientos y las antinomias de los argentinos se atribuían a las pasiones políticas (rojas o negras) que violentaban todo ánimo de tolerancia y diálogo.

Lo que domina hoy a los espíritus es precisamente lo contrario: un gris plano y apesadumbrado que diluye expectativas y genera desencantos. No posee los colores suaves de la paz del bienestar, sino los opacos del plomizo tono de la resignación por la falta de alternativas que procuren un orden más justo y más feliz para una gran cantidad de gente.

No es que haya incertidumbre, sino desorientación, derivada, por una parte, de la complejidad de los problemas que enfrentamos. Es difícil para el ciudadano común entender lo que efectivamente sucede en el mundo de las finanzas internacionales, en el juego de intereses económicos que es ajeno a su participación, pero que igualmente lo afecta. Finalmente, cuando vota y elige a sus representantes, lo hace sobre la base de informaciones fragmentadas, descontextualizadas y frecuentemente engañosas. La propaganda hace el resto: emotivamente manipulada, la contundencia del eslogan derrota sin atenuantes a la coherencia de los razonamientos. Pierde la capacidad el individuo, entonces, para enjuiciar críticamente la factibilidad de las promesas. Surgen la desconfianza y el escepticismo, semillas del miedo y la sospecha.

Pero, por otro lado, se alegan razones que fundamenten la inevitabilidad de las decisiones tomadas por quienes mandan, y a pesar de que ellas se difundan con la hábil retórica del “ágora” controlada de las comunicaciones masivas, no convencen.

¿Qué tipo de pasiones políticas han de desatarse luego de la resignación, que no es eterna? ¿Cuáles las que ya hoy se están manifestando por los excluidos? Las primeras son, por ahora, imprevisibles. Las segundas están a la vista: múltiples focos de rebeldía desestructurada ideológicamente, reclamos por lo más inmediato y urgente comida, abrigo, techo, algún dinero asistencial. Pasiones generadas por la necesidad, sin elaboración consciente, primitivas y frecuentemente inconducentes para producir cambios sociales y económicos. Es más: podemos sospechar que hasta son funcionales al esquema plutocrático imperante. Al mismo tiempo, las razones revolucionarias del pasado, apasionadamente justicieras, parecen inocuas. La impotencia de su concreción y la retórica de las viejas prácticas de la izquierda extrema de los setenta, que la experiencia popular ha padecido en carne propia, las inhabilita.

La democracia realmente existente en la Argentina rechaza las pasiones, pero adolece de irracionalidad. Desea una Argentina que no puede ser. Confunde sus deseos con sus posibilidades. Pero esos deseos no son convocantes para un país desalentado por tres años de recesión. Sería ingenuo pretender convocante la bandera del superávit fiscal, en un país con quince millones de empobrecidos y un crecimiento cero, la recuperación de la confianza de nuestros acreedores para que nos sigan financiando el pago de intereses que incrementan el peso de la deuda. Pero tampoco ese programa es realista, sino irremediablemente utópico. Su lógica es inconsistente y fácilmente destruida por la razón, incluso aquella que adhiere a las más elementales teorías del capitalismo maduro. La historia demuestra que ningún país en el mundo ha superado el atraso pagando sus deudas, cuando éstas son impagables e incobrables. Más bien prueba lo contrario.

La encrucijada argentina, su realidad acuciante, su riesgo interminable, ha de alentar las pasiones democráticas de siempre: la justicia, la verdad, la libertad consecuente a las oportunidades de un orden igualitario. Son válidas y necesarias, tan posibles como deseables, porque sin ellas ningún pueblo sobrevive. Los problemas argentinos requieren, sin embargo, nuevas razones para superar la decadencia. Del adecuado equilibrio entre aquellas pasiones y estas razones dependen nuestro presente y nuestro futuro.

No parece que los responsables de lograrlo (dirigencias desprestigiadas, poderes e intereses económicos cegados por cuidar e incrementar su ganancia material a cualquier costo, incluso el de quebrar la formalidad constitucional) estén en condiciones de entenderlo. Y ése es el nudo del drama argentino. Los autodenominados realistas tienen más deseos irrealizables que proyectos posibles. Pretenden una Argentina que no sólo no debe ser, sino que no puede ser.

La Argentina tiene una tradición peculiar, que no poseen otros pueblos atrasados: grandes individuos han marcado su historia: políticos, militares, científicos, poetas e intelectuales destacados y admirados en todo el mundo. Ha sido la segunda nación que proclamó, después de Estados Unidos, la vigencia de los valores republicanos. No es cualquier pueblo ni ha carecido de ideales y arquetipos. Generaciones enteras lucharon por ellos y los han puesto en práctica. La resignación no forma parte de esas tradiciones. No es natural ni intrínseca, como pretende el discurso del “ser nacional”, concepto tan pueril como irreal. Por el contrario, exige ahora la pasión para reencontrar el camino de la construcción deseable de lo posible. Lo de ahora no es ni una cosa ni la otra: es el desatino de María Antonieta, viendo los reclamos de los hambrientos pidiendo pan. “Si no tenemos pan, démosles un postre”, dijo con un mohín. Terminó en la guillotina.


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