Maradona y un primer recuerdo a todo color

Pies descalzos en el barro y relojes de oro en las muñecas. Picados por la gaseosa en Fiorito y una mansión en Dubai. Una coraza durísima adelante de los micrófonos y una caricia aterciopelada con Dalma y Giannina. 


Diego fue, es y será siempre un espejo en el que chocan todas nuestras contradicciones.

No puedo pararme en el estante de la moral para juzgarlo. Primero, porque no me corresponde. Segundo, porque para señalar a alguien hay que estar impoluto. Y tercero, porque cuando se habla de Maradona se habla de mucho más que de su persona.

Diego gambeteó la miseria más extrema sin más armas que una zurda mágica. Su privilegio no fue haber tenido padres profesionales y una educación garantizada: fue saber jugar al fútbol como nunca más nadie pudo jugar.

Diego fue un niño que se cargó una familia enorme a sus espaldas desde los 15 años, misma edad a la que quien escribe esto se juntaba a andar en bicicleta con amigos o tenía como gran preocupación tener su primer celular, o conectarse al Messenger para chatear. En el mismo momento que mi mayor «presión» era rendir una materia desaprobada, Maradona rescataba a su familia de la pobreza bancándose patadas criminales.

Creamos la idea de Dios para explicar lo inexplicable. La categoría de deidad es otorgada a figuras imaginarias porque sabemos que nadie podría cargar realmente con ese peso en sus espaldas. Y Maradona lo hizo durante más de 45 años.

El asedio todo el día, todos los días. Diego vivió más de 40 años encerrado.


En su momento más alto, en la cumbre de su obra, probó todos los excesos que conocemos. Y también supo tocar fondo. Lloró, puteó, se descargó y se deprimió como cualquier persona común, que es ni más ni menos que lo que siempre quiso ser.  

Lo lamento. No puedo juzgarlo. No quiero. No puedo imaginar lo que debe ser salir de la nada misma -o lo que la clase media aspiracional y la clase alta consideran como tal, que es Fiorito y tantas otras villas- y llegar a ser conocido en todos los rincones del mundo. Tampoco puedo imaginar el hecho de estar eternamente encerrado, porque cada salida de Diego implicaba un caos. No puedo imaginarme lo que debe ser una vida entera preso en una jaula. De oro, si, pero una jaula al fin y al cabo.

Mi primer recuerdo vívido del fútbol fue, justamente, su último partido en Boca. Y de todos mis recuerdos es quizás el más colorido. Ahí empecé a sentir el amor por el fútbol, ese deporte que ocupa cada espacio de mi vida y que me atraviesa en todos los aspectos. 

Gracias por ese primer gran recuerdo. No soy quién para buscarle miserias a nadie, mucho menos a quien toda su vida cargó con sus propios demonios. Gracias por el fútbol. Gracias por haber hecho feliz a mucha gente que amo. Y gracias por ser un ejemplo cabal de que el fútbol puede ser una herramienta de movilización más grande que cualquier otra cosa en el mundo.

Supiste sacarle una sonrisa a la gente cuando estaba en la mierda misma. Cuando las pálidas llovían y las malas noticias pegaban fuerte en los tobillos, sacaste tu gambeta e hiciste feliz a millones. Ahora es el momento de hacer lo que en 45 años no pudiste: descansá, Diego.



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