Más patología que política

Carlos torrengo carlostorrengo@hotmail.com

No hacen política. No les interesa la política. Asumirla implicaría reconocer reglas de juego, trámites, que conllevan un bloqueo, un impedimento para la naturaleza que los alienta. Porque lo de ellos es el poder y su reproducción más allá de toda reflexión sobre riesgos. Costos. Tensiones hacia el interior del propio bloque de poder que conforman. También hacia su afuera. Pero riesgos, costos, tensiones, son para ellos temas residuales. No merecen ser tamizados por ninguna racionalidad. Cero de búsqueda de la decisión lograda mediante el espíritu crítico. De lo que en un momento se resistió por distinto pero sin embargo termina enriqueciendo la propia definición. Jamás apelar a la experiencia que deja el error para hacer de él un aprendizaje. Ese error propio. O que viene de lejos en la historia del país. François Mitterrand no tiene mucho crédito entre los pontífices de la moral en política. Entre quienes reflexionan la política siempre desde el “debería ser”. Hizo política dejando el corazón arrumbado en un placar. Y fue junto a Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Helmut Kohl un inmenso estadista en la tarea de modelar el fin del siglo XX. Fin de la Guerra Fría, la reunificación de Alemania, el avance sigiloso de China a mediados de los 80. En Pigüé, provincia de Buenos Aires, Mitterrand dijo que una de las experiencias que le dejaba su largo e intenso tránsito por la vida pública en la veleidosa Francia consistía en haber “verificado con frecuencia que el buen manejo de un error vale más que ciertos éxitos”. Y acotó: “Éxitos que suelen sumar nada más que autismo”. Nada de este tipo de convicciones en el kirchnerismo. Cuando este bloque de poder comience a ser pasado –algún día lo será– los historiadores que exploren su esencia requerirán inexorablemente de ciencias auxiliares. Una se tornará indispensable: la psiquiatría. Porque no pueden explicarse si no es desde ese saber las conductas y los mecanismos de decisión que definen en mucho el accionar del kirchnerismo. Ese ir e ir a velocidad uniformemente acelerada en procura de los extremos en materia –por caso– de ejercer poder. Todo fogoneado vía fuertes dosis de un gozo que insinúa, cuando no expresa, patologías. No puede explicarse el gozo que siente el señor Moreno gritando todo el día. Insultando. Amenazando. Agrediendo como lo hizo el miércoles al echar a los chillidos de una reunión a Sandra González, miembro de una organización defensora de consumidores. Nada de esto se puede explicar sin referenciarse en la psiquiatría. Porque el señor Moreno encarna la omnipotencia pulsional propia de un desacuerdo con la conducta que le reclama su cargo, su función. Y en ese camino siente gozo por lo bestial. Por la violencia en cualquiera de sus manifestaciones. Está probado en estas prácticas. Lo dice su historia. Su devoción por la actitud y discursividad arrogante destinada a humillar y excluir al Otro, al diferente, lo emparenta con las hordas que simbolizan el nazismo. Sólo le faltan el uniforme, las botas y correajes negros lustrosos para cerrar en ese perfil. Incluso la gestualidad con que asume la emoción que le genera la presidenta Cristina se emparenta con aquel perfil. Siempre en primera fila a la hora de escucharla. Mirada extasiada. Fija. Movimientos de rostro. Caras que oscilan entre la concentración fanática y asentimientos absolutos. Y, siempre sentado, mucho de hiperquinético. Con su departamento con custodia. Y un coche que patrulla permanentemente las cuadras que rodean la vivienda. ¿Cuánto y qué cosas estará expulsando Moreno con esta forma de hacer “política”? En esta línea de “hacer política”, el kirchnerismo integra legiones. En este marco, cabe una reflexión sobre el jefe de Gabinete, el joven Juan Manuel Abal Medina. Pertenece, al menos por parte del padre, a una familia que, con independencia de toda reflexión sobre el protagonismo político que alcanzaron algunos de sus descendientes, formó a sus descendientes. Su tío Fernando, líder del grupo que asesinó a Pedro Eugenio Aramburu, era un joven culto. Sólida formación católica. Con una relación intelectual y práctica muy direccionada a los problemas sociales. Joven de largos silencios e incluso con dejos de timidez. Muy a pesar de lo que cueste creer esto en función de la historia que protagonizó. En ese estilo y formación se inscribe Juan Manuel, padre del actual jefe de Gabinete. Inteligente. Escuchar. Hacer política siempre bajo dictado de no romper puentes. Un hombre que, orillando los 70 años, también sintió cómo lo rozaba la muerte. Como aquella noche del 74, en la avenida Las Heras, cuando acompañado por Mera Figueroa en una Argentina en la que la política era licuada por la sangre la metralla que lo hirió sonó seca. En esa cuna se formó el joven Juan Manuel. Un placer conversar con él en el plano académico. Humor que suele sonrojarlo cuando lo suelta. Sus ensayos y libros lo muestran talentoso. Reflexivo. Inteligente. ¿Cómo es posible que el joven Abal Medina no haga honor a todo ese bagaje al denostar intolerantemente la marcha de protesta de la semana pasada? ¿Cómo son posibles semejantes excesos? Una flamante tesis presentada en la Universidad Di Tella para un doctorado en historia (*) brinda la respuesta. Reflexionando sobre las penurias o, en todo caso, la tensión en que desde muy lejos en nuestro pasado se mueve la política, un argentino muy talentoso y olvidado sentenció: aquí gobernar es “predominar, y en esa tendencia se expandió el temperamento arbitrario del poder”. Ese argentino se llamó Lucas Ayarragaray. Eso es el kirchnerismo. No le interesa la política. Manda desde sus patologías. (*) “Encontrar el hombre. Literatura política y personalismo en la Argentina. 1900-1945”. Marcelo Padoan


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