Opacidad excesiva

Leyes confusas, regulaciones arbitrarias e impuestos ocultos hacen que el país sea poco transparente y atractivo para los inversores.

Si bien aún no ha traspasado el meridiano de su gestión, el presidente Fernando de la Rúa ya estará acostumbrado a participar en reuniones internacionales en las que los funcionarios, empresarios y académicos presentes subrayan las muchas deficiencias de la Argentina actual. De éstas, hay algunas, por lo común las más comentadas como las supuestas por la pobreza o la baja productividad, que ningún gobierno podría remediar en poco tiempo, pero también se dan otras que se prestan a soluciones relativamente rápidas. Por ejemplo, en la cumbre regional del Foro Económico Mundial que se celebró en Buenos Aires hace poco con la participación de De la Rúa, el «superministro» Domingo Cavallo y otros dirigentes, una consultora norteamericana, Price Waterhouse Coopers, afirmó que en el curso de los años últimos el país había perdido casi 19.000 millones de dólares en inversiones debido a su exagerada «opacidad». No sólo se trata de corrupción, sino también de leyes confusas y arcaicas, normas contables inadecuadas, regulaciones arbitrarias, información escasamente confiable e impuestos «ocultos» que, combinados, sirven para hacer de la Argentina un destino poco atractivo para muchos inversores en potencia. En base a estos factores, la consultora estimó que la Argentina es un país decididamente menos «transparente» que Chile, México y Uruguay, para no hablar de los Estados Unidos, el Reino Unido y Singapur.

Pues bien: detalles como los mencionados por los interesados en tratar de medir el grado de «transparencia» de los distintos países pueden parecer meramente anecdóticos al lado de los grandes temas que suelen figurar en los debates políticos que agitan la opinión pública, pero esto no quiere decir que carezcan de importancia. Por el contrario, en última instancia lo que ocurra en el país en los próximos años dependerá no sólo del «rumbo» elegido -en verdad, sólo hay uno-, sino también de un sinnúmero de pequeños cambios encaminados a mejorar la eficiencia de partes del conjunto. Aunque no cabe duda de que la eliminación de regulaciones que ya no sirven para nada, la racionalización de procedimientos jurídicos excesivamente engorrosos o ciertas modificaciones impositivas incidirían menos en la evolución del país que una devaluación del peso, digamos, o un «cambio de modelo», esta realidad evidente no constituye un motivo para postergar las reformas deseables, de las cuales muchas no tendrán ninguna connotación ideológica. Sin embargo, una de las consecuencias de la obsesión de muchos políticos y algunos economistas con cuestiones filosóficas a su entender fundamentales, las que continúan discutiendo año tras año sin llegar a ninguna conclusión, ha sido la resistencia a instrumentar soluciones para los problemas supuestamente menores.

Puede que sea natural que en una sociedad dominada por el «malhumor» en la que tantos están quejándose por el estado del país escaseen los dispuestos a preocuparse por lo que a su juicio son meros pormenores técnicos -¿por qué perder el tiempo perfeccionando un aparato que está por destruirse?, se preguntarán-, pero sucede que en esta actitud está la raíz de buena parte de los males nacionales. Desde que cobró fuerza la sensación de que la Argentina se ha sumido en una crisis casi existencial, miles de personas que ocupan puestos clave han estado postergando decisiones o han sido reacios a obrar con la misma atención a los detalles que hubieran manifestado de estar convencidos de que el país progresaba a un ritmo respetable. He aquí la razón por la que las crisis de este tipo terminan afectando a una multitud de actividades que a primera vista no tienen vínculos directos con «la política»: el desánimo -o incluso la idea de que el país sea víctima de una depresión anímica de origen misterioso que le impide avanzar- se alimenta de sí mismo, provocando dificultades que como es lógico contribuyen a confirmar el pesimismo de los ya dispuestos a creer que en la Argentina nada puede funcionar como es debido. Salir del círculo vicioso así supuesto no será fácil, pero a menos que funcionarios, legisladores y otros se aboquen pronto a la tarea esencial de hacer más «transparente» y por lo tanto más eficiente la economía, no habrá forma de impedir que los próximos años resulten aún más decepcionantes que los últimos.


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