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La culpa es de ella

Para afianzar la democracia no existe mayor obstáculo que el modelo cultural del patriarcado. El mismo modelo cultural que ahora, ante el intento fallido de femicidio, en lugar de condenar e investigar el entramado lógico detrás del gatillo busca responsabilizar a la víctima.

*por Sebastián Fonseca, Sociólogo, docente y escritor

Durante el confinamiento por Covid-19, se suscitó en redes sociales una curiosa movida protagonizada por varones. A raíz del femicidio de Allison Bonilla Vázquez en Costa Rica, se lanzó una campaña en la que mujeres de distintos países colocaron en su foto de perfil un marco con la leyenda “Nací para ser libre, no asesinada”. En respuesta, varones de distintos países hicieron algo similar con la diferencia de que el marco de la foto portaba la leyenda “Nací para cuidarlas, no para matarlas”. Un punto para resaltar de aquí es el gesto de condenar la violencia extrema. Gesto de condena de la violencia extrema que es, al mismo tiempo, la invisibilización de todas las violencias que llevaron a esa.

El “Nací para cuidarlas” da cuenta del acatamiento al mandato patriarcal de ser protector y, a su vez, el “no para matarlas” repudia la llegada a ese punto de no retorno.

Entre uno y otro componente de la consigna hay un vacío. Mejor dicho, un ocultamiento.

Existe un saberse parte del programa educativo patriarcal (“cuidarlas”) y existe también una condena a la violencia más visible, pero al mismo tiempo emerge ruidosa la ausencia de reflexión crítica acerca de la relación entre ese programa formativo del patriarcado y el ejercicio de todas las formas de la violencia por motivos de género. No hay visualización del modelo cultural que propicia este problema estructural.

En la noche del 1º de septiembre último, este modelo cultural le gatilló dos veces en la cara a la vicepresidenta de la nación. Las balas de plomo no salieron, pero sí las de odio.

De inmediato se puso en duda el atentado y hubo también comentarios que señalaron la posibilidad de que la responsabilidad fuese de la propia víctima.

Si las balas de plomo hubieran salido, es probable que esas mismas voces condenaran el hecho.

El irreversible hecho.

Poniendo el foco en lo ocurrido, lo cierto es que a partir de esa noche de las balas de odio, desde los sectores más enemistados con la justicia social cobra cada vez más impulso la idea de que la culpa es de ella.

No voy a enumerar aquí todas las iniciativas llevadas adelante entre 2003 y 2015 orientadas a mejorar la calidad de vida de la población y, con esto, el necesario cuestionamiento a la democracia condicionada que supimos conseguir en 1983 y nos llevó a los niveles de asfixia y hartazgo de 2001.

Lo que sí aprovecho para expresar es que el odio no surge por generación espontánea. Bien sabemos que todo proceso de deshumanización irrumpe en la vida cotidiana en forma de discurso de odio que busca provocar algún tipo de reacción contra un grupo social estigmatizado. La naturalización del trato social diferenciado, que ya es violencia estructural, va configurando la posibilidad de la violencia contra las propiedades y los símbolos, y también la violencia física directa sobre las personas que sean señaladas como pertenecientes al grupo social estigmatizado.

Y podremos legislar y rezar, pero de lo que aquí se trata es de multiplicar esfuerzos y recursos para desarmar estas estructuras mentales coloniales que nos habitan desde hace más de 500 años. Para afianzar la democracia no existe mayor obstáculo que el modelo cultural del patriarcado. El mismo modelo cultural que ahora, ante el intento fallido de femicidio, en lugar de condenar e investigar el entramado lógico detrás del gatillo busca responsabilizar a la víctima.


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