La herencia maldita que recibió Cristina
Hay cleptócratas explícitos, dispuestos a tolerar a un “gobierno de ladrones” por entender que podrán sacar provecho de sus actividades. Al difundirse esa forma de pensar, la corrupción y la hipocresía toman posesión de la sociedad.

La tragedia de la que Cristina Kirchner es protagonista pudo haber sido escrita por un dramaturgo griego convencido de que el destino de cada uno se verá determinado por circunstancias que nadie está en condiciones de cambiar. Cuando falleció, Néstor Kirchner dejó a su viuda no sólo una gran fortuna política sino también el mando de una asociación ilícita, es decir, de una empresa criminal que, aun cuando quisiera repudiarla, tendría que aceptar como parte de la herencia. Desde entonces, Cristina sabía que su propia libertad dependería del poder político que ella misma retuviera y, hasta cierto punto, de la lealtad de sus cómplices en una estafa de dimensiones gigantescas; todo lo demás carecía de importancia.
Por un rato largo, “la doctora” lograba salirse con la suya. Hace más de 15 años, la Justicia ya contaba con información suficiente como para ordenar su encarcelamiento, pero el país tuvo que esperar hasta que, el lunes pasado, la Corte Suprema finalmente confirmó la sentencia de seis años de prisión e inhabilitación de por vida para ocupar cargos públicos.
En esta oportunidad, pero no en otras, no habrán incidido las eventuales simpatías partidarias de los jueces. Si algo los indujo a obrar con aún más lentitud de la que les es habitual, habrá sido la preocupación que sentían por el impacto social que tendría la condena de un personaje que contaba con el apoyo de militantes como los de La Cámpora que gritaban “Si la tocan a CFK, qué quilombo se ve a armar”. Parecería que, en opinión de los tres integrantes de la Corte Suprema, el riesgo de un estallido de ira popular se había reducido lo bastante como para permitirles aplicar la ley.
Con todo, aunque hay motivos para suponer que los partidarios de Cristina ya no están en condiciones de provocar disturbios en gran escala, el que, según las encuestas, haya conservado el apoyo de aproximadamente el treinta por ciento del electorado es de por sí inquietante. No lo sería si hubiera dudas legítimas en torno a lo que hizo para merecer pasar un largo rato entre rejas o, por razones de edad, en detención domiciliaria con una tobillera electrónica, pero sucede que la evidencia en su contra difícilmente podría ser más contundente.
Los resueltos a minimizar la gravedad de los actos de corrupción perpetrados por la expresidenta, sus familiares y miembros de su entorno pueden dividirse en dos grupos. El mayor está conformado por pobres de nivel educativo muy bajo, como los de las zonas más deprimidas del conurbano bonaerense y ciertas provincias “feudales”. A dicho electorado le importan menos los reparos éticos que la sensación, casi tribal, de identificarse con un sector socioeconómico y cultural determinado en que, por razones un tanto misteriosas, Cristina cumple una función totémica.
El otro grupo es numéricamente menor pero es mucho más influyente. Quienes lo integran son cleptócratas explícitos, ya que están dispuestos a tolerar a un “gobierno de ladrones” por entender que, de un modo u otro, podrán sacar provecho de sus actividades. Aunque virtualmente ninguno intentará justificar el orden así supuesto aludiendo a principios morales o teorías políticas, muchos habrán logrado convencerse de que es el más “natural”, o “humano”, y que por lo tanto no serviría para nada oponérsele. Al difundirse tal forma de pensar, la corrupción, y la hipocresía que siempre la acompaña, toman posesión de una sociedad y afectan la conducta de la mayor parte de la población, lo que puede tener consecuencias devastadoras para un país.
Es lo que ocurrió aquí. Al tomar conciencia de los daños que estaba provocando el más reciente de una serie de regímenes dominados por sujetos que privilegiaban sus propios intereses por encima del bien común, la mayoría se rebeló, de ahí el triunfo electoral del archienemigo de “la casta”, Javier Milei. Sin embargo, aunque no hay motivos para cuestionar la sinceridad del desprecio, para no decir odio, que el actual presidente dice sentir por aquellos que se han acostumbrado a vivir de un sector público sistémicamente corrupto, sabe que, de no haber sido por ellos, nunca hubiera alcanzado el poder, de ahí la ambigüedad de ciertos libertarios frente a la influencia menguante de Cristina.
Desde el punto de vista de los mileístas y, es de suponer, de Milei mismo, hubiera convenido que “la doctora” se mantuviera como jefa de la oposición hasta después de las elecciones para legisladores provinciales en Buenos Aires y las nacionales. Confiaban en poder asestarle un golpe demoledor que ratificara su propia supremacía y temen que el triunfo que vaticinan sería menos completo porque la Justicia le ha impedido participar.
Comentarios