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Milei y Cristina: dos debilidades y un menú judicial

Al proponer al juez Ariel Lijo para que integre la Corte Suprema, Milei abrió una escena de conversaciones subterráneas de magnitud superior a la conocida. Todos parecen creer que el voto por el candidato devendrá en un favor futuro. Pero una vez que un juez de la Corte es votado por el Senado, a la puerta de tribunales “sólo la cruza con Dios”.

Si hay una prueba contundente de que la gobernabilidad es una condición de la política que no se construye sólo con el voto y menos todavía con estados de opinión en las redes sociales, esa prueba la acaba de dar Javier Milei.

El Presidente no logra hacer pie con ninguna reforma de fondo que sostenga a mediano plazo su plan económico de contingencia. Es consecuencia del parlamentarismo de facto que las urnas dibujaron el año pasado al elegir un presidente ultra minoritario en el Congreso.

Tan intrincado es ese bloqueo que Milei decidió, intentando ampliar su espacio integral de negociación, abrir un conflicto en un terreno donde el voto no se lo dejó planteado: el Poder Judicial. A menos que se interpreten sus últimos movimientos como otra apuesta a sufrir una derrota para exhibir de nuevo la maldad de sus adversarios, al proponer al juez Ariel Lijo para que integre la Corte Suprema, Milei abrió una escena de conversaciones subterráneas de una magnitud superior a la conocida.

Los dos cargos propuestos para la Corte son sólo la punta de un iceberg que tiene bajo la línea de flotación una mesa plena de tentaciones para la política. Esa mesa incluye: la definición de un nuevo Procurador General y en breve también de una nueva Defensoría; tres sillas en la Cámara de Casación (cabría decir tres y media, por la inestable situación del juez Juan Carlos Gemignani, sancionado y con licencia hasta el 31 de julio); cuatro juzgados federales en Comodoro Py; cuatro vacantes sobre seis cargos en la Cámara Penal Económica.

Un menú en extremo apetecible para políticos que, en muchos casos, tienen causas abiertas en esos entresijos de tribunales.

El pliego de Lijo requiere de la aprobación del Senado y ese número no se consigue sin alguna intervención decisiva de Cristina Kirchner. Conviene entonces revisar la estrategia judicial de la expresidenta para proyectar la escena posible.

En estos días, su hijo Máximo se lamentó con acritud de haber entronizado a Alberto Fernández. El principal reproche que le destinó fue haber traicionado su promesa de que jamás volvería a pelearse con Cristina. Es probable que haya estado expresando la principal decepción de su madre: si hay algo que fracasó para la expresidenta durante la gestión de Alberto Fernández fue su enorme y costosa estrategia judicial.

Esa estrategia fue una trama vasta. Hecha inicialmente de recursos dilatorios; salvajes enfrentamientos internos (desde la Comisión Beraldi, al pliego insepulto de Daniel Rafecas); el argumento de una proscripción judicial inexistente (tras un atentado contra su vida que realmente existió) para justificar una deserción electoral; y finalmente una presión tan feroz cuanto infructuosa sobre tres miembros de la Corte Suprema.

Con el colapso electoral de su gobierno, Cristina debió revisar esa estrategia. Si con el triunfo de 2019 le parecía legítimo demandar un reconocimiento genérico de inocencia, ahora parece mucho más dificultoso esperar un escenario de sobreseimiento integral. Cuando se advierte esa debilidad judicial objetiva -complementaria con la parlamentaria de Milei- la lógica induce a pensar que sólo un pacto de esas fragilidades explica sorpresas como la candidatura de un juez de la casta de Comodoro Py para cambiar el método actual de funcionamiento de la Corte Suprema.

¿Cuál es ese método? Hubo un momento bisagra en el que Juan Carlos Maqueda prefirió la colegialidad del máximo tribunal antes que el personalismo de Ricardo Lorenzetti. Surgió una mayoría nueva que tuvo dos presidentes: Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti. El método de la Corte fue fortalecerse en el estudio de casos frente al ímpetu de los lobbies.

La postulación de Lijo es un intento de regreso a un método anterior, similar al ya conocido con las mayorías automáticas. Los mismos estudios jurídicos que asisten a Milei en emprendimientos normativos transformadores incluidos en el DNU 70 y la ley ómnibus, le están advirtiendo sobre el riesgo de volver a los tiempos del quid pro quo.

Es probable que a Cristina Kirchner ahora también le convenga salir de esa escena de puñetazos al aire que fue el intento de juicio político a la Corte y entreverarse en las negociaciones silenciosas a favor de Lijo.

La vice y los «federales»

En ese caso, conviene analizar otra arista que es la relación de la expresidenta en el Senado con los representantes de los gobernadores peronistas. Hasta el momento, Cristina los venía cortejando con propuestas difusas sobre federalismo fiscal, coparticipación de retenciones y otra música susurrante para caciques territoriales.

Es que ese frente, el de la negociación abierta entre Milei y las provincias, es el que viene a los tumbos desde la caída de la ley ómnibus. Los gobernadores justicialistas coinciden con el diagnóstico que les musita Cristina: Milei está revirtiendo el ciclo de distribución que Mauricio Macri no pudo. Los años del matrimonio Kirchner consolidaron un esquema de concentración de recursos en la Nación, en detrimento de las provincias. Pero una vez que sometieron al PJ fueron muy rentables en términos políticos para perpetuar liderazgos en las provincias.

Macri intentó revertirlo y no pudo. La Nación quedó endeudada para solventar su déficit mientras las provincias se jactaban de hacer obras y conseguir superávit. Cada vez que Milei pisa un fondo destinado a los gobernadores, Cristina sugiere aprovechar la actual posición parlamentaria para sancionar leyes que vuelvan al quid pro quo de sus tiempos felices. Pero si la expresidenta se corta sola en la negociación por Lijo, los gobernadores podrían actuar en espejo, deducir que la casta está en orden, votar con autonomía y felices pascuas.

En todo este vasto juego abierto, todos parecen creer (incluso su promotor, el juez Lorenzetti) que el voto por Lijo devendrá en un favor futuro. Se le atribuye a José Manuel de la Sota una ironía ácida que soltó en una cena con notables: una vez que un juez de la Corte es votado por el Senado, a la puerta del palacio de tribunales “sólo la cruza con Dios”.


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