Padres, alumnos, maestros
Claudio Magris, el talentoso escritor italiano, publica una nota en el «Corriere della Sera» comentando una crisis actual del enseñar-aprender en su país, que bien podríamos parangonar con la que se vive en el nuestro.
Cita al comenzar dos ejemplos. Primero, el caso de un docente que, por reprender a una alumna que desatiende la clase con su celular y por retirárselo durante un rato, debe sufrir después la denuncia airada de los padres y hasta una reprimenda de la propia escuela. Comenta el absurdo de que un episodio tan fútil terminará todavía peor en diarios que difundan las protestas de papá y mamá contra un docente convicto de represión. El segundo caso es el de otra escuela donde un adolescente avergüenza a un compañero tratándolo en voz alta de «marica» y la maestra castiga al agresor ordenándole que escriba cien veces en la pizarra: «Sono un deficiente» (soy disminuido, un idiota). La maestra, comenta Magris, es denunciada públicamente y entonces intervienen en el caso, inflado como de agravio al insultado o castigo desmedido al sancionado, una variedad de consejeros, sociólogos y políticos preocupados por una solución que no resulte «traumática» para la psicología de los jóvenes protagonistas.
Hay una historia de sus años de adolescencia, relatada por Claudio Magris en su «Danubio» de 1986 un clásico, una joya literaria que quizá fundamente algún día la estimación de un Nobel para él, que tiene como protagonista a un profesor de Gramática alemana que era todo un personaje: cultísimo, imponente y teatral. A este profesor Trani, contradictorio, mayestático y criticado a veces por los padres de los alumnos, dice deberle intuiciones esenciales. Cosas como el sentido de lo justo y el desprecio por la maldad. Particularmente recuerda de él un episodio que valora como una insólita y gran lección de moral. Cuenta que entre los alumnos de su clase había un chico gordo y muy tímido que se sonrojaba fácilmente y no sabía reaccionar a las ofensas, una víctima. La inconsciente, pero no por ello menos culpable crueldad de los adolescentes, se cebaba a menudo con el débil. Cierto día, mientras Trani enseñaba conjugación de verbos fuertes, el vecino de banco de ese chico, un tal Sandrín, le tomó de repente la pluma estilográfica y se la partió en dos. Cuando el profesor vio al gordito rojo y sudoroso, con los ojos llenos de lágrimas por la humillación, interrogó al agresor sobre el motivo de su gesto y Sandrín contestó: «Estaba nervioso… y yo, cuando estoy nervioso, no sé controlarme… Sabe, yo soy así, es mi carácter». Trani, increíblemente calmo, replicó con suavidad: «Lo entiendo, no podías hacer otra cosa, eres así, es tu carácter, no se te puede culpar, es la vida» y prosiguió la clase. Al cabo de un cuarto de hora empezó a quejarse del calor, desanudarse la corbata, aflojarse el chaleco, abrir la ventana y decir que tenía los nervios a flor de piel, hasta que, simulando un acceso de furor, comenzó a coger las plumas, los lápices y los cuadernos de Sandrín rompiéndolos y arrojándolos por el aire y por el suelo. Al final, haciendo como que se había calmado y dirigiéndose al chistoso le dijo: «Discúlpame querido, he tenido un ataque de nervios. Yo soy así, es mi carácter, no se puede hacer nada, es la vida…» y continuó con los verbos alemanes frente de sus alumnos estupefactos. A este episodio, especie de psicodrama de su antiguo profesor, Magris lo evoca en el libro como «una lejana lección de justicia.»
Y ahora, volviendo sobre ello en la comentada nota periodística que titula «Elogio del saber punir», reflexiona que si en aquel tiempo hubiese existido la cantidad de reparos, tolerancias, consejos y especialistas que existen ahora en su país, un docente como Trani hubiera sido lapidado en una denuncia pública espectacular. A lo mejor también psicólogos y sociólogos se habrían ocupado del caso con deleite y probablemente aquel compañerito suyo, pequeña víctima de una mezquina prepotencia tan genialmente resuelta, se hubiera convertido en un todavía más humillado objeto de discusión y conmiseración pública.
Yendo a lo general, admite que los escolares deben ser defendidos de sanciones sádicamente represivas si las hubiera, pero el ánimo de reacción unilateral y automática que se ha instalado en nuestro tiempo entre los padres es insensato. Paraliza al docente y arruina el placer del enseñar-aprender con confianza y alegría, de vivir el afecto maestro-alumno y el compañerismo del aula.
HECTOR CIAPUSCIO (*)
Especial para «Río Negro»
(*) Doctor en Filosofía.
Claudio Magris, el talentoso escritor italiano, publica una nota en el "Corriere della Sera" comentando una crisis actual del enseñar-aprender en su país, que bien podríamos parangonar con la que se vive en el nuestro.
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