Prejuicios costosos

Cuando de inventar motivos para justificar medidas proteccionistas se trata, los representantes de los países más ricos del mundo no vacilan en entregarse a fantasías barrocas dignas de cualquier novelista adicto al “realismo mágico”. Entre los aportes más notables a este género curioso han estado los confeccionados por funcionarios japoneses que en diversas ocasiones sostuvieron que por ser distinta la nieve nipona debería prohibirse la importación de esquíes foráneos y que en vista de la conformación única de los intestinos de sus compatriotas no era justo exponerlos a los riesgos planteados por la carne de origen ajeno. En la misma categoría se encuentra la campaña virulenta que los europeos, encabezados por los franceses y alemanes, han emprendido contra los alimentos genéticamente modificados. Por razones que tienen más que ver con la superstición que con la racionalidad, algunos activistas hablan como si estuvieran convencidos de que el consumo de productos transgénicos podría redundar en la aparición de una generación de monstruos, temor que, desde luego, ha sido aprovechado por los lobbistas agrícolas europeos que, como es notorio, están dispuestos a emplear cualquier argumento, por rebuscado que fuera, que les sirva para seguir recibiendo subsidios enormes y los ayude a mantener a raya a las importaciones de países que están en condiciones de producir más a un precio menor. En efecto, puesto que los productos genéticamente modificados han sido más cultivados en Estados Unidos y en nuestro país que en la Unión Europea, los lobbistas agrícolas de los quince, acompañados por una coalición variopinta de ecologistas, progresistas, globalifóbicos y otros contestatarios, hicieron de la “lucha” contra los hipotéticos riesgos planteados por los organismos transgénicos una auténtica cruzada, lo que les ha permitido pasar por alto el hecho de que no se dé ningún motivo científico para creer que pudieran resultar peligrosos y que, de todos modos, desde hace miles de años el hombre está modificando genéticamente plantas y animales, de suerte que los granos y el ganado actual apenas se asemejan a sus antepasados “naturales”. Que ello haya sucedido es una suerte: de no haber sido por las modificaciones de este tipo que fueron gradualmente introducidas a través de los siglos, no habría ninguna posibilidad de alimentar la población actual del mundo. Aunque es claramente necesario que a todo nuevo producto, sea éste transgénico o no, se lo analice debidamente antes de ser puesto en venta a fin de asegurar que no haya riesgo alguno de que resulte dañino, oponerse sistemáticamente a los esfuerzos de los científicos por mejorar la calidad y las propiedades de los cultivos no es meramente oscurantista, sino que también es muy poco solidario porque entre los que más provecho han sacado de los cambios así posibilitados están los pueblos más pobres de la Tierra que, a diferencia de los europeos, no pueden darse el lujo de discriminar contra lo que a su juicio no es “natural” . El arroz modificado genéticamente contiene una sustancia que ayuda a prevenir la ceguera que antes amenazaba a millones de niños en el Tercer Mundo, mientras que otras modificaciones han permitido desarrollar variantes de mandioca y otros cultivos resistentes a parásitos y a virus es que, al destruir cosechas, han provocado grandes hambrunas en países africanos. En este enfrentamiento, la Argentina se ha alineado con Estados Unidos y el Canadá contra la Unión Europea al presentar un pedido conjunto a la Organización Mundial de Comercio para someterla a juicio no por razones “ideológicas” sino porque el 98% de los 35 millones de toneladas anuales de soja que se producen aquí está genéticamente modificado y por lo tanto se ve adversamente afectado por las fuertes, para no decir histéricas, fobias europeas en su contra. Si bien en ciertos ámbitos la preferencia acaso ilógica pero a su manera comprensible de tantos europeos por lo presuntamente “natural” podría resultarnos beneficiosa, no cabe duda de que la actitud de la UE hacia los cultivos transgenéticos ya nos ha ocasionado graves perjuicios y que, combinada con el proteccionismo agrícola que siempre la caracterizó, debería considerarse una de las causas externas principales de nuestra ya crónica crisis económica.  


Cuando de inventar motivos para justificar medidas proteccionistas se trata, los representantes de los países más ricos del mundo no vacilan en entregarse a fantasías barrocas dignas de cualquier novelista adicto al “realismo mágico”. Entre los aportes más notables a este género curioso han estado los confeccionados por funcionarios japoneses que en diversas ocasiones sostuvieron que por ser distinta la nieve nipona debería prohibirse la importación de esquíes foráneos y que en vista de la conformación única de los intestinos de sus compatriotas no era justo exponerlos a los riesgos planteados por la carne de origen ajeno. En la misma categoría se encuentra la campaña virulenta que los europeos, encabezados por los franceses y alemanes, han emprendido contra los alimentos genéticamente modificados. Por razones que tienen más que ver con la superstición que con la racionalidad, algunos activistas hablan como si estuvieran convencidos de que el consumo de productos transgénicos podría redundar en la aparición de una generación de monstruos, temor que, desde luego, ha sido aprovechado por los lobbistas agrícolas europeos que, como es notorio, están dispuestos a emplear cualquier argumento, por rebuscado que fuera, que les sirva para seguir recibiendo subsidios enormes y los ayude a mantener a raya a las importaciones de países que están en condiciones de producir más a un precio menor. En efecto, puesto que los productos genéticamente modificados han sido más cultivados en Estados Unidos y en nuestro país que en la Unión Europea, los lobbistas agrícolas de los quince, acompañados por una coalición variopinta de ecologistas, progresistas, globalifóbicos y otros contestatarios, hicieron de la “lucha” contra los hipotéticos riesgos planteados por los organismos transgénicos una auténtica cruzada, lo que les ha permitido pasar por alto el hecho de que no se dé ningún motivo científico para creer que pudieran resultar peligrosos y que, de todos modos, desde hace miles de años el hombre está modificando genéticamente plantas y animales, de suerte que los granos y el ganado actual apenas se asemejan a sus antepasados “naturales”. Que ello haya sucedido es una suerte: de no haber sido por las modificaciones de este tipo que fueron gradualmente introducidas a través de los siglos, no habría ninguna posibilidad de alimentar la población actual del mundo. Aunque es claramente necesario que a todo nuevo producto, sea éste transgénico o no, se lo analice debidamente antes de ser puesto en venta a fin de asegurar que no haya riesgo alguno de que resulte dañino, oponerse sistemáticamente a los esfuerzos de los científicos por mejorar la calidad y las propiedades de los cultivos no es meramente oscurantista, sino que también es muy poco solidario porque entre los que más provecho han sacado de los cambios así posibilitados están los pueblos más pobres de la Tierra que, a diferencia de los europeos, no pueden darse el lujo de discriminar contra lo que a su juicio no es “natural” . El arroz modificado genéticamente contiene una sustancia que ayuda a prevenir la ceguera que antes amenazaba a millones de niños en el Tercer Mundo, mientras que otras modificaciones han permitido desarrollar variantes de mandioca y otros cultivos resistentes a parásitos y a virus es que, al destruir cosechas, han provocado grandes hambrunas en países africanos. En este enfrentamiento, la Argentina se ha alineado con Estados Unidos y el Canadá contra la Unión Europea al presentar un pedido conjunto a la Organización Mundial de Comercio para someterla a juicio no por razones “ideológicas” sino porque el 98% de los 35 millones de toneladas anuales de soja que se producen aquí está genéticamente modificado y por lo tanto se ve adversamente afectado por las fuertes, para no decir histéricas, fobias europeas en su contra. Si bien en ciertos ámbitos la preferencia acaso ilógica pero a su manera comprensible de tantos europeos por lo presuntamente “natural” podría resultarnos beneficiosa, no cabe duda de que la actitud de la UE hacia los cultivos transgenéticos ya nos ha ocasionado graves perjuicios y que, combinada con el proteccionismo agrícola que siempre la caracterizó, debería considerarse una de las causas externas principales de nuestra ya crónica crisis económica.  

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