Presos de color naranja

Por Jorge Gadano

El degradado sistema carcelario del país ha dejado de ser un problema para quien fue secretaria de Política Criminal y Asuntos Penitenciarios, Patricia Bullrich. Hasta donde se puede saber, ninguno de los fenómenos de corrupción descubiertos en el Servicio Penitenciario Federal ha sido resuelto, pero la funcionaria, continuando la carrera hacia el poder que inició junto a Carlos Menem, ha dejado su cargo hacia un destino superior, el de ministra de Trabajo.

En su despedida, Bullrich deja a los presos del sistema una novedad que lleva su sello, consistente en el «Programa de Tratamiento de Máxima Seguridad», destinado a los presos considerados peligrosos y cuya nota distintiva es el restablecimiento de una ropa especial, como lo fue el traje a rayas, eliminado por el gobierno peronista en 1947 con el argumento de que vulneraba «propósitos de humanización» del régimen penal. Era entonces titular de lo que se llamaba Dirección General de Institutos Penales el inspector general Roberto Petinatto, el padre del animador de tevé.

La creación de Bullrich significa tanto como renunciar a tales propósitos de humanización, definidos también como de reeducación o de reinserción social de los delincuentes. El color naranja viene a ser así un símbolo del fracaso del sistema penal argentino.

Para los «peligrosos» se está construyendo en la nueva cárcel de Ezeiza un pabellón especial que se habilitará en abril próximo. Aunque Bullrich estimó que esos presos no serían más de 30, como hay que ser previsor la capacidad del pabellón será para 120.

No es aventurado pronosticar que quienes pasen por ese pabellón difícilmente salgan, al cumplir su condena, convertidos en buenos vecinos.

Según la resolución de la ex secretaria, los presos deberán vestir un uniforme de color naranja. Tendrán celdas individuales en las que estarán encerrados, aislados, durante 22 de las 24 horas del día. Podrán elegir trabajar o estudiar, pero no podrán hacerlo con más de cinco personas. Comerán en la celda y se bañarán sin compañía.

El programa se aplicará a aquellos que hayan reincidido varias veces y a los que hayan protagonizado motines, tomas de rehenes o fugas. Por lo tanto, castiga la rebeldía -contra las penosas condiciones de las cárceles- y el deseo de libertad. La Constitución Nacional establece que «las cárceles de la Nación serán… para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas» (art. 18).

Las dos horas fuera de la celda serán de recreo, en grupos rotativos y con horarios distintos. Las visitas, de dos horas semanales, se harán «a través de locutorios» y el teléfono público del pabellón sólo se podrá usar una vez cada quince días.

Dijo la señora Bullrich que «habrá instalaciones especiales para terapia y la idea es que pasen parte del tiempo con los psicólogos». Uno no puede menos que preguntarse si la terapia será psicoanalítica, con el correspondiente diván, o sistémica, o de grupo, siempre sin superar el número de cinco y tomando precauciones especiales para que el terapeuta no se convierta en un rehén.

Difícilmente los guardias puedan contribuir a la terapia, debido a la magnitud de la corrupción que afecta al SPF. En abril pasado un preso, Alejandro Penczansky, se presentó ante el juez penal Alberto Baños y le advirtió que había una conspiración para matarlo, a él y a su secretaria. Los presos eran sólo ejecutores del crimen, porque el planeamiento estaba a cargo de gente del SPF.

Había motivos para eliminar a Baños. Desde mediados de 1998 el juzgado sospechaba que había presos con facilidades para salir a robar, que compartían el botín con sus guardias. En julio de ese año tres delincuentes asaltaron un restaurante de Palermo y a la salida mataron a un cabo de la Federal que custodiaba el lugar. Uno de los autores escribió una carta en la que dio detalles de cómo eran autorizados a salir. Otro, Maximiliano Noguera, no pudo hablar porque el 4 de enero pasado apareció ahorcado en su celda. Un suicidio, claro. Seguramente, el hombre cayó en una profunda depresión y no llegó a tiempo el psicólogo.

Cuando Penczansky hizo su denuncia, Bullrich asistía en Viena a un congreso sobre «prevención del delito». A su regreso anunció una depuración del SPF y relevó al jefe, inspector general Alfredo Ayala. En su lugar fue designado un abogado, Juan Develluk, en quien se depositaron esperanzas de renovación del servicio.

Ya en funciones el nuevo jefe, el juez Baños, la jueza Wilma López -que investiga la conspiración contra Baños- y su secretario Julio Quiñones recibieron, cada uno, una caja que contenía un primoroso ataúd de madera y tres balas. Perspicaz, Bullrich descubrió que ése era «un mensaje de alguien que cree que la investigación está tocando sus intereses».

Días después se reveló que en la cárcel de Caseros funcionaba un desarmadero de autos, corría la droga y se cobraba a los presos una tarifa por elegir pabellón. En agosto, un guardia que trabaja en la alcaidía de Tribunales contó que «con guita se puede hacer cualquier cosa» en las cárceles.

El 29 de setiembre, como si fuera un saludo de despedida a Bullrich, un preso fue apaleado por haber denunciado a un guardia que ya le había propinado una paliza. Literalmente, lo molieron a golpes.


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