Puertas cerradas

Desde mediados del mes pasado, las autoridades españolas están devolviendo a Ezeiza a grupos de argentinos que, si bien tienen todos los papeles en regla y, en muchos casos, cuentan con por lo menos algunos recursos económicos que les permitirían manejarse sin violar ninguna ley, son considerados indeseables porque se cree que podrían intentar encontrar trabajo. Puesto que no se trata de delincuentes sino de individuos comunes y corrientes, la actitud de «la madre patria» ha merecido el repudio de amplios sectores que la comparan con la bienvenida que brindó la Argentina a centenares de miles de inmigrantes españoles, la inmensa mayoría de los cuales no tenía dinero, diplomas profesionales ni contratos laborales. Si bien se dan algunas diferencias fundamentales -en aquel entonces, la Argentina quería que viniera la mayor cantidad posible de europeos y no se preocupaba demasiado por su condición, mientras que en la actualidad España, como miembro de la Unión Europea, está esforzándose por mantener a raya a los inmigrantes en potencia procedentes del «Tercer Mundo»-, es comprensible que muchos se hayan sentido sumamente indignados por lo que les parece una manifestación más de desprecio y también de ingratitud.

Por supuesto que los funcionarios españoles pueden señalar que les sería «políticamente incorrecto», para no decir racista, seguir discriminando en favor de los rioplatenses y en contra de los colombianos, ecuatorianos y, huelga decirlo, de los magrebíes cuya voluntad de trasladarse a Europa constituye una de las causas básicas de la ofensiva antiinmigratoria, y que de todos modos les incumbe colaborar con sus socios de la Unión Europea, pero no es probable que tales explicaciones convenzan a nadie. Con razón o sin ella, en todas partes es habitual tratar las relaciones entre los distintos países conforme a las mismas pautas que se aplican cuando es cuestión de personas, distinguiendo entre los «hermanos» y «amigos» por un lado y los «enemigos» por el otro. Por cierto, a pesar de los enfrentamientos que se produjeron en el siglo XIX, hasta hace muy poco los más creían que España y la Argentina se veían relacionadas por factores que eran muchísimo más significantes que el supuesto por el eventual interés mutuo y que por lo tanto era lógico que sus ciudadanos fueran tratados con más simpatía en el otro país que los de origen ajeno, realidad ésta que los empresarios españoles se esforzaban por aprovechar a comienzos de los años noventa pero que, según parece, ya no figura en los cálculos del gobierno de José María Aznar.

He aquí un motivo por el que ha provocado tanto desconcierto la «no admisión» de argentinos que meses antes pudieron haber entrado en España sin experimentar dificultad alguna, aunque era notorio que muchos que llegaron como turistas no tardaran en transformarse en inmigrantes ilegales. Otro consiste en la conciencia humillante de que cincuenta años atrás la Argentina era considerada rica y España tan indigente como atrasada, pero que en la actualidad nuestro país es, quizás coyunturalmente, pobre y la «madre patria» bastante próspera: por desgracia, la mayor dureza de los responsables de custodiar la puerta española de «fortaleza Europa» ha coincidido con el colapso de nuestro sistema bancario con la depauperación consiguiente de una parte significante de la población. Si bien sería un error atribuir el cambio llamativo así supuesto a nada más que los méritos relativos de ambos pueblos o de sus líderes -de recibir la Argentina los miles de millones de dólares anuales proporcionados por otros integrantes de la Unión Europea que tanto han contribuido a la evolución de la «madre patria» su estado sería con toda seguridad menos penoso-, es normal que la gente y quienes la representan piensen de esta manera, lo cual quiere decir que si no queremos que nuestros compatriotas sigan siendo humillados por los funcionarios de las naciones opulentas nos convendría hacer cuanto sea necesario para que el país deje de expulsar a «emigrantes económicos». Mientras tanto, le corresponde al gobierno tomar medidas para que quienes corran el riesgo de ser rechazados por los funcionarios inmigratorios de España o de cualquier otro país entiendan muy bien lo que les sería requerido más allá de las exigencias rutinarias.


Desde mediados del mes pasado, las autoridades españolas están devolviendo a Ezeiza a grupos de argentinos que, si bien tienen todos los papeles en regla y, en muchos casos, cuentan con por lo menos algunos recursos económicos que les permitirían manejarse sin violar ninguna ley, son considerados indeseables porque se cree que podrían intentar encontrar trabajo. Puesto que no se trata de delincuentes sino de individuos comunes y corrientes, la actitud de "la madre patria" ha merecido el repudio de amplios sectores que la comparan con la bienvenida que brindó la Argentina a centenares de miles de inmigrantes españoles, la inmensa mayoría de los cuales no tenía dinero, diplomas profesionales ni contratos laborales. Si bien se dan algunas diferencias fundamentales -en aquel entonces, la Argentina quería que viniera la mayor cantidad posible de europeos y no se preocupaba demasiado por su condición, mientras que en la actualidad España, como miembro de la Unión Europea, está esforzándose por mantener a raya a los inmigrantes en potencia procedentes del "Tercer Mundo"-, es comprensible que muchos se hayan sentido sumamente indignados por lo que les parece una manifestación más de desprecio y también de ingratitud.

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