Ricos y pobres
¿Agrandamos la torta y después la repartimos o repartimos tratando de crecer conjuntamente?
Por ERNESTO Y SEBASTIAN BILDER
Especial para «Río Negro»
Para los grandes economistas ingleses de la primera mitad del siglo XIX, incluidos entre los clásicos, uno de los temas centrales de la nueva ciencia era el de la distribución de la riqueza. El brillante David Ricardo reconocía en su época tres clases de receptores de ingresos: los trabajadores, los capitalistas y los dueños de la tierra. Las proporciones cambiantes con las que anualmente se repartía tal ingreso formaban parte de las preocupaciones ricardianas, así como la lógica del sistema económico que producía tal asignación. Para Karl Marx, la distribución era también un tema fundamental. Analizó la condición de los trabajadores de su época, forzados a actuar en un mundo con muchos más oferentes que demandantes de mano de obra, y sujetos, por lo tanto, a salarios de subsistencia.
A partir de 1870, la ciencia económica comenzó a cambiar de intereses. Los consumidores y sus preferencias pasaron a ser relevantes. Había que dejar las grandes reflexiones filosóficas de los economistas clásicos y centrarse en temas específicos. Las cuestiones a estudiar pasaron a ser los mercados que, por medio del encuentro de ofertas y demandas, fijaban los precios y cantidades de equilibrio, mientras que los temas de la distribución de la riqueza perdían jerarquía. Recién en 1936, el profesor J.M. Keynes volvió a llamar la atención sobre la importancia de la distribución de ingresos dentro de la sociedad. Estableció que quienes tenían sueldos relativamente bajos gastaban todas sus disponibilidades, empujando la producción y el comercio. Por otra parte, los sectores de altos ingresos destinaban una parte importante al ahorro, lo que constituía hecho peligroso en épocas de desocupación.
En la década del setenta se vivió en América Latina la finalización del modelo de sustitución de importaciones, que desde la crisis de los años treinta estaba vigente en la región. Esta estrategia había sido planteada como vía de desarrollo de las industrias locales y se basaba en economías semi-cerradas y estados sobreprotectores. Pero la mala distribución de ingresos, entre otras cosas, impidió que se pudiera avanzar exitosamente. A pesar de holgado número de compradores potenciales, aquellos con efectiva capacidad de consumo eran minoritarios. En consecuencia, el tamaño de los mercados no fue el suficiente para lograr eficiencia productiva.
Acercándonos más a nuestros días, en 1991 la pobreza afectaba el 29% de la población argentina. La década del noventa, que comenzó con una relativa mejora de la distribución, terminó agravándola, al hacer caer por debajo de la línea de la pobreza a más del 33% de la población. La crisis del 2002 empujó aún más la pauperización y llevó a la mitad del país a la exclusión. Correlativamente, el desempleo superó el 20% de la población trabajadora. La antigua idea de que éramos diferentes al resto de América Latina por nuestra numerosa clase media se perdía en la noche de los tiempos.
La última encuesta del INDEC, correspondiente al primer trimestre del corriente año, muestra que el 50,5% de los ingresos que mensualmente reciben las familias se concentra en un 20% de los hogares donde vive el 13,3% de la población del país. En el otro extremo, el 40% de los hogares percibe el 13,7% de la riqueza y abarca el 52,1% de los habitantes. Estos datos muestran que por un lado el número de componentes de las familias pobres es mucho mayor que el de los ricos, con lo que se corrobora la tesis de que la buena situación económica implica menor número de hijos, dado el mayor nivel educativo. Por otro lado, la brecha entre ambos receptores de la riqueza es muy grande: los hogares que más tienen en promedio reciben 21,3 veces más que los que menos tienen. El filósofo griego Platón, uno de los primeros teóricos políticos, determinó en su sociedad ideal, que el ingreso de los ricos debería ser, como máximo, cuatro veces el de los pobres. Por lo visto, en la Argentina no cumplimos con el proyecto helénico.
Se supone que toda sociedad que progresa permite el ascenso de su población de niveles bajos a otros más elevados. Si bien los golpes de suerte pueden en algunos casos cambiar la clase social en la cual está inserta una familia, generalmente son los lentos procesos históricos de avance los que permiten que la situación monetaria de los hijos sea mejor que la de sus padres. En nuestro país, los descendientes de la gran masa inmigratoria de principios de siglo tuvieron acceso a las universidades y a buenos trabajos, lo que permitió así que muchos cumplieran el sueño de «M'hijo el dotor». En las últimas décadas se ha frenado este ascenso y se torna difícil para las nuevas generaciones la inserción laboral, mientras que el título universitario no garantiza más el cambio de clase social.
El siglo XX ha convertido al progreso técnico en la llave del éxito de los países, lo que afecta la estructura laboral. Las formas actuales de producción demandan mano de obra altamente calificada, que recibe elevados salarios. Para entrar en este mercado, se requieren considerables niveles educativos, que los pobres o marginados no suelen poseer.
Es importante mencionar que una buena distribución no debe ser limitada a la búsqueda de equidad en la posesión de bienes materiales, es también relevante la igualdad de oportunidades en la educación, la salud, la participación política, etc.
Reflexionando acerca de la relación entre crecimiento y distribución del ingreso, podríamos plantear dos caminos diferentes. ¿Agrandamos la torta y después la repartimos o repartimos tratando de crecer conjuntamente? A pesar de que esta disyuntiva no tiene una respuesta absoluta, la concentración de ingresos, conjuntamente con la gran exclusión favorecen la violencia y el descontento. La inestabilidad y las lógicas protestas crean un ambiente poco favorable para la inversión y el crecimiento. Si las sociedades se polarizan entre los «incluidos» y los «excluidos» del sistema, los más poderosos tienden a refugiarse en islotes cerrados, mientras que en el otro extremo el mundo de la pobreza se trasmite de padres a hijos, creando un círculo vicioso que alimenta el delito.
Un crecimiento basado en la equidad es más deseable y sustentable. Una sociedad que se preocupa por la protección de todos sus habitantes tiene mayores probabilidades de avanzar en la senda del bienestar colectivo y la tranquilidad.
Por ERNESTO Y SEBASTIAN BILDER
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