Sala de espera
Si bien desde hace varios años el exsecretario de Transporte Ricardo Jaime es el corrupto más “emblemático” del elenco kirchnerista, lo es menos por la cantidad de dinero que presuntamente robó que por su voluntad de hacer alarde de su buena fortuna acumulando yates, propiedades inmobiliarias, un jet privado –cuyo dueño legal sería un albañil que vive en Costa Rica– y otras cosas igualmente ostentosas. A diferencia de Jaime, otros kirchneristas acusados de haberse enriquecido a costa de los contribuyentes, comenzando con la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, han sido un tanto más discretos, pero ya parece más que probable que muchos compartan la suerte del “emblemático” que acaba de verse detenido y llevado, esposado, a la capital federal, como ya le sucedió al próximo en la lista, el contratista patagónico Lázaro Báez, mientras que algunos prevén la pronta detención del exministro de Planificación, Julio De Vido, el que en una gestión de más de doce años acumuló un número impresionante de causas judiciales y que, de arrepentirse, por decirlo así, podría provocar fuertes dolores de cabeza a muchos otros funcionarios, además de políticos, empresarios y sindicalistas. Que la corrupción sea endémica en la sociedad argentina no es ninguna novedad. Según todos los especialistas en la materia, en el ámbito lamentable así supuesto nuestro país es comparable con ciertas satrapías africanas. Así, pues, los deseosos de combatir el flagelo tendrían que distinguir entre los jefes por un lado y, por el otro, los muchos, muchísimos, que podrían ser acusados de complicidad. No se equivocan por completo los kirchneristas que en defensa de Cristina han acuñado la consigna “Si la citan a ella, nos citan a todos”; los corruptos siempre han entendido que una buena forma de protegerse contra una eventual ofensiva judicial consiste en asegurar que casi todos los demás tengan motivos para sentirse preocupados. Con todo, son tantas las acusaciones graves que enfrenta la expresidenta que parece inevitable que se vea obligada a explicar ante la Justicia cómo se las arregló para adquirir un patrimonio envidiable mientras estuvo cumpliendo funciones políticas modestamente remuneradas. Asimismo, en los meses últimos el clima político ha cambiado tanto que cualquier intento de intimidar a los jueces organizando protestas callejeras podría resultarle contraproducente. Lejos de convencer a la mayoría de que, a pesar de las apariencias, no ha cometido ninguna irregularidad, tales intentos de impresionar a los resueltos a profundizar las investigaciones que están en marcha serían considerados propios de una banda mafiosa. El caso más publicitado últimamente gracias al arresto de Jaime no admite muchas dudas. A menos que hubiera negociados pingües en juego, sería incomprensible la decisión de gastar 222 millones de euros para comprar materia ferroviaria inútil a España y Portugal. Según el exjefe de los auditores, Leandro Despouy, se trató de una operación de corrupción en gran escala, con los sobreprecios y coimas que son habituales en tales circunstancias, pero es posible que, de no haber ocurrido aquel pavoroso accidente ferroviario en la estación de Once el 22 de febrero de 2012 en el que murieron más de 50 personas y 700 fueron heridas, le hubiera sido dado salirse con la suya por ser cuestión de sólo una denuncia entre muchas. Pero, claro está, el episodio luctuoso sirvió para recordarnos que la corrupción mata, que funcionarios que privilegian sus propios intereses personales pueden ser mucho más peligrosos que los delincuentes comunes y que, para un gobierno que incluye a sujetos como Jaime, el bienestar ajeno será lo de menos. Por cierto, a esta altura sería absurdo suponer que la expresidenta y los integrantes de su entorno fueran víctimas de un estafador astuto que durante años se las ingenió para engañarlos, ya que nunca hizo el menor esfuerzo por ocultar lo que hacía. Según parece, Cristina lo echó de su gobierno por razones personales –Jaime había sido amigo y compañero de aventuras de su marido– y porque no le gustaba el exhibicionismo que siempre lo había caracterizado, no porque lo creyera demasiado corrupto conforme a las pautas que imperaban en el oficialismo de aquel entonces.
Si bien desde hace varios años el exsecretario de Transporte Ricardo Jaime es el corrupto más “emblemático” del elenco kirchnerista, lo es menos por la cantidad de dinero que presuntamente robó que por su voluntad de hacer alarde de su buena fortuna acumulando yates, propiedades inmobiliarias, un jet privado –cuyo dueño legal sería un albañil que vive en Costa Rica– y otras cosas igualmente ostentosas. A diferencia de Jaime, otros kirchneristas acusados de haberse enriquecido a costa de los contribuyentes, comenzando con la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, han sido un tanto más discretos, pero ya parece más que probable que muchos compartan la suerte del “emblemático” que acaba de verse detenido y llevado, esposado, a la capital federal, como ya le sucedió al próximo en la lista, el contratista patagónico Lázaro Báez, mientras que algunos prevén la pronta detención del exministro de Planificación, Julio De Vido, el que en una gestión de más de doce años acumuló un número impresionante de causas judiciales y que, de arrepentirse, por decirlo así, podría provocar fuertes dolores de cabeza a muchos otros funcionarios, además de políticos, empresarios y sindicalistas. Que la corrupción sea endémica en la sociedad argentina no es ninguna novedad. Según todos los especialistas en la materia, en el ámbito lamentable así supuesto nuestro país es comparable con ciertas satrapías africanas. Así, pues, los deseosos de combatir el flagelo tendrían que distinguir entre los jefes por un lado y, por el otro, los muchos, muchísimos, que podrían ser acusados de complicidad. No se equivocan por completo los kirchneristas que en defensa de Cristina han acuñado la consigna “Si la citan a ella, nos citan a todos”; los corruptos siempre han entendido que una buena forma de protegerse contra una eventual ofensiva judicial consiste en asegurar que casi todos los demás tengan motivos para sentirse preocupados. Con todo, son tantas las acusaciones graves que enfrenta la expresidenta que parece inevitable que se vea obligada a explicar ante la Justicia cómo se las arregló para adquirir un patrimonio envidiable mientras estuvo cumpliendo funciones políticas modestamente remuneradas. Asimismo, en los meses últimos el clima político ha cambiado tanto que cualquier intento de intimidar a los jueces organizando protestas callejeras podría resultarle contraproducente. Lejos de convencer a la mayoría de que, a pesar de las apariencias, no ha cometido ninguna irregularidad, tales intentos de impresionar a los resueltos a profundizar las investigaciones que están en marcha serían considerados propios de una banda mafiosa. El caso más publicitado últimamente gracias al arresto de Jaime no admite muchas dudas. A menos que hubiera negociados pingües en juego, sería incomprensible la decisión de gastar 222 millones de euros para comprar materia ferroviaria inútil a España y Portugal. Según el exjefe de los auditores, Leandro Despouy, se trató de una operación de corrupción en gran escala, con los sobreprecios y coimas que son habituales en tales circunstancias, pero es posible que, de no haber ocurrido aquel pavoroso accidente ferroviario en la estación de Once el 22 de febrero de 2012 en el que murieron más de 50 personas y 700 fueron heridas, le hubiera sido dado salirse con la suya por ser cuestión de sólo una denuncia entre muchas. Pero, claro está, el episodio luctuoso sirvió para recordarnos que la corrupción mata, que funcionarios que privilegian sus propios intereses personales pueden ser mucho más peligrosos que los delincuentes comunes y que, para un gobierno que incluye a sujetos como Jaime, el bienestar ajeno será lo de menos. Por cierto, a esta altura sería absurdo suponer que la expresidenta y los integrantes de su entorno fueran víctimas de un estafador astuto que durante años se las ingenió para engañarlos, ya que nunca hizo el menor esfuerzo por ocultar lo que hacía. Según parece, Cristina lo echó de su gobierno por razones personales –Jaime había sido amigo y compañero de aventuras de su marido– y porque no le gustaba el exhibicionismo que siempre lo había caracterizado, no porque lo creyera demasiado corrupto conforme a las pautas que imperaban en el oficialismo de aquel entonces.
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