Colchoneros: desde Allen los Irungaray y el arte de reciclar en tiempos de escasez
Pampeanos de origen, dejaron marca en el Valle rionegrino, con un oficio necesario para pobres y ricos: el de armar un lecho donde conciliar el sueño.
El recuerdo los ubica debajo del parral de la casa familiar, entre lanas, agujas y telas. Ceferino Irungaray y Juana Benedicti quedaron grabados en la historia como colchoneros en Allen, un oficio que habla de una época en la que ahorrar era una prioridad.
Muchos años, siglos, tuvieron que pasar para que la humanidad evolucionara desde los primeros lechos en el suelo duro y frío, cerca del fuego, hasta las camas confortables que hoy se promocionan por internet. Un camino lento desde aquellas noches en las que se apelaba a las hojas y la hierba espesa, hasta que se encontró una alternativa en las plumas, la lana y las fibras.
En ese tramo de la historia, con esos recursos a mano, Juana apeló a una forma de ganarse el pan rentable por aquellos años. Nacida en Jacinto Arauz, al este de la provincia de La Pampa, a 200 kilómetros de Santa Rosa, había visto allí trabajar con colchones a un tío suyo y la idea de replicar esa labor le quedó picando. Observadora, fue registrando cada paso necesario hasta que se animó a impulsar la tarea por su cuenta.
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“La nona tenía buen ojo y capacidad de aprender rápido, miró cómo hacía él y con eso le alcanzó. Después se compraron con el nono una máquina de “cardar” lana”, relató en diálogo con RÍO NEGRO Héctor Mauro, su nieto, radicado en Neuquén. Ese aparato era más bien una herramienta, sin motor, de madera, que servía para trabajar la fibra apelmazada que se extraía del interior del colchón. El objetivo era peinarla en el ir y venir de una rectángulo con clavos, hasta que la hebra se abriera y recuperara su textura suave y pomposa. Con ese aparato, Héctor supo jugar en su infancia, igual que los hijos de las madres costureras con la máquina Singer que se usaba en alguna habitación.
“Trabajadora como nadie y con carácter, de esas mujeres que iban para adelante”, así la describió a Juana una sobrina política suya, Nora Báez, que todavía vive en Allen, la localidad en la que se radicaron los Irungaray, después de un tiempo trabajando en Chimpay. Con esa misma actitud y con la necesidad de llevar el sustento a su familia, Juana salía a las calles del pueblo, con la máquina cardadora a cuestas y con Alicia, su única hija, para ofrecer el servicio de reparación de colchones a familias de toda clase social, ya que al ser la única alternativa para el descanso, era un bien universal. “Llevaba un maletín con sus agujas y el ‘cotín’ (tela para la cobertura del colchón) y se iba caminando con la máquina, a pesar de que no era liviana”, describió Héctor.
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Con el tiempo, Ceferino también se sumó a la tarea y la ayuda de una máquina industrial que lograron adquirir hizo que el trabajo fuera más llevadero, aliviando el dolor de espalda que dejaba la tarea manual en los comienzos. Gracias a ese avance, ahorro de por medio, se lanzaron a ampliar el rubro y ya no sólo hicieron reparación y rellenado, sino también confección.
“Compraban el material, que consistía ya en unos resortes y un espiral que se ponía enganchado a la cabeza de los resortes. Los unían para que no se movieran dentro del colchón. Me acuerdo de ver los bolsones de lana en el galpón y de verlos coser los colchones bajo el parral en Allen, junto a dos nogales inmensos. También se habían comprado una camioneta con la que salían a buscar y entregar encargos. Hicieron ese trabajo hasta que una oportunidad de trabajo en Zapala, los hizo conocer el rubro holetero, en el establecimiento de un primo, y con esa experiencia se animaron a replicar la experiencia en Allen, abriendo su propio residencial, bautizado “El Cisne”.
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Para los años ‘80 y con el arribo de nuevos materiales, la labor de Juana y Ceferino iba quedando poco a poco en el olvido. Pero como dice la frase popular, “todo vuelve”, quedan en el país algunos artesanos que apuestan a mantener el oficio vivo.
“Maestro Colchonero”, es un emprendimiento que sostiene Marcos Rodríguez y su familia en José C. Paz, Buenos Aires, y que se dedica justamente a esa tarea de antaño, con lo que les transmitió otro hombre, quinta generación en esa vocación. Conocedor de las técnicas y de las necesidades de cada cliente, Marcos contó que “los colchones de lana no se dejaron de usar, sólo de fabricar” y aseguró que con un buen mantenimiento, tienen una vida útil de hasta 50 años.
El recuerdo los ubica debajo del parral de la casa familiar, entre lanas, agujas y telas. Ceferino Irungaray y Juana Benedicti quedaron grabados en la historia como colchoneros en Allen, un oficio que habla de una época en la que ahorrar era una prioridad.
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