La joven pareja que migró de Bariloche al campo: «Acá vivís sin plata; sos feliz con poco»
Casi sin pensarlo, Susana y Rodrigo dejaron la ciudad para radicarse en el paraje Pichi Leufu Abajo, en el corazón de la estepa. De a poco, aprendieron a vivir sin gas, sin agua potable y a criar animales.
Por un desvío de la Ruta 23, un camino de tierra sumamente angosto, con subidas y bajadas pronunciadas que, incluso, demanda el cruce del río Pichi Leufu cuando su caudal lo permite, conduce hasta un poste donde un pequeño cartel de madera indica: «Familia Antimil a 400 metros».
En ese perdido rincón estepario, deambulan caballos, chivas y ovejas. De pronto, Rodrigo sale de una pequeña casa de madera, acompañado por dos perros. El frío cala profundo, pero el hombre parece estar acostumbrado.
A lo lejos, se escuchan los mensajes del poblador de Radio Nacional. Es la única forma de enterarse de cualquier novedad. En ese lugar, no hay señal de telefonía. Los pobladores deben caminar más de una hora, del otro lado del cerro, para enviar algún mensaje.
Siete años atrás, ante la muerte de su abuelo, Rodrigo Antimil tomó la decisión de dejar Bariloche atrás. Renunció a su trabajo en la Municipalidad, dispuesto a iniciar un nuevo camino inmerso en la ruralidad. Su pareja, Susana Carriqueo, no dudó en acompañarlo.

«Cuando mi abuelo murió, llevamos a la abuela a Bariloche. Le hicimos una casita en el Nahuel Hue, pero nunca se acostumbró. Nunca le gustó así que decidimos venirnos con ella. El tema es que acá se quebró la muñeca, tuvo que volver a Bariloche seis meses, después la agarró el invierno y ya se quedó allá. Nosotros nos quedamos acá«, cuenta Rodrigo, de 34 años.

La vida del campo no le resulta ajena porque constantemente, solía buscar a sus abuelos para llevarlos a hacer trámites a Bariloche. Sin embargo, nunca había prestado atención a la cría de animales. Incursionar fue todo un desafío y asegura que aún hoy, siete años después, sigue aprendiendo.
«La gente del campo es muy reservada. Nadie te explica nada. Fui aprendiendo de a poco. Apenas llegamos, fue muy sacrificado. Vivimos en la casa de mis abuelos y entraba nieve por todos lados. Está rodeada de árboles y no le daba el sol así que era muy fría. Fue loco como vivían los abuelos. Muy duro, pero estaban acostumbrados», señala Rodrigo.

La pareja debe caminar largas distancias en busca de leña. «Todo es pelado en la estepa. Al principio, traíamos a caballo y se nos iba cayendo la leña. No sabíamos cómo actuar con los animales y además estábamos acostumbrados a las comodidades de la ciudad. Acá no tenemos gas y sacamos el agua de un pozo», añade.
Cuando surgió la posibilidad de establecerse en Pichi Leufu, Susana lo dejó en claro: «Adonde fuera él, yo lo acompañaría«. Están en pareja desde hace 11 años y llevan 7 de casados, justo antes de radicarse en el paraje.

El difícil desafío de manejar los animales
A unos pocos metros de la casa que levantó la pareja, el cobertizo que construyeron para resguardar a las ovejas, con ayuda de los técnicos del INTA un año atrás, está vacío. «Se nos van para arriba y tenemos que salir a buscarlas. Nunca sabemos por dónde andan«, dice Rodrigo riéndose. A muy pocos metros, en un pequeño corral un caballo permanece en el suelo. «No se qué le pasa. No puede orinar«, se lamenta.
Lo que más costó, comparten, fue conocer a los animales: «Antes cuando perdíamos a las ovejas, no podíamos dormir. Salíamos a buscarlas de noche, con linternas. Nos costó adaptarnos. Nuestra primera parición fue tremenda«.

Y acota: «Cuando nace una chiva debe tomar calostro, pero sacábamos la leche y decíamos: ‘Mirá, sale amarilla, debe estar vencida’. Eso era justo lo que tenía que tomar», cuenta él entre carcajadas, mientras Susana asiente también entre risas.
Felicinda, la abuela de Rodrigo, cumplió 84 años. Muy cada tanto, cuando el clima lo permite, visita a la pareja en el campo. Pero lejos de felicitarlos por los avances en el predio y el incremento de animales, los cuestiona. «Ellos estaban acostumbrados a hacer las cosas a su manera y no les gusta los cambios», advierte Rodrigo aunque menciona orgulloso que, años atrás, solo había 12 ovejas y 14 chivas y hoy, son 40 ovejas y 55 chivas. También tenía 50 gallinas, pero uno de los perros las exterminó una tarde que quedó solo.

Desde siempre, admite el hombre, mantuvo la idea de abocarse a la vida rural: «Me reconozco como mapuche y el campo es parte de nuestra cultura. Una cosa es pasear y otra muy distinta, vivir con animales, carnear».
Apenas 15 familias viven en el paraje Pichi Leufu que depende del Departamento de Pilcaniyeu. En un principio, reconoce Rodrigo, no generaba simpatía entre sus vecinos. «Soy medio metido así que no les quedó otra. Además, me hice socio de la cooperativa Peumayén. Ahí compramos forraje y vendemos la lana», dice.

«Se puede vivir sin plata y ser feliz»
Tanto Rodrigo como Susana destacan la tranquilidad del rincón donde viven y se alegran por haber dejado atrás la adrenalina y el apuro constante. «Apenas llegamos, estábamos detrás de los animales. No los podíamos encerrar. Ahora les pegamos un grito y vienen«, dice y añade: «Cuando tenemos vacaciones, nos vamos a Bariloche, pero duramos tres días y nos volvemos. Voy saludando gente en la calle Onelli que te mira sin entender que en el campo, todos nos saludamos. Y de pronto, empezás a preguntarte cómo estarán los perros, los gatitos«. Así, el regreso casi siempre se adelanta.

Hoy solo regresan a Bariloche para hacer trámites. Por lo general, no pueden salir en camioneta; de modo que cruzan un cerro caminando hasta llegar a la Ruta 23 donde hacen dedo. «En la ciudad, salís, caminás una cuadra y tomás el cole. Acá es otro mundo», coinciden.
La vida en el campo es dura. No hay sábados ni domingos ni feriados. Todos los días, afirma Rodrigo, hay algo para hacer. «Pero acá se puede vivir sin plata. Si compraste mercadería y tenés nafta ya está. Tenemos un celular pero hay que caminar una hora y media para tener señal», dice.

Durante tres años, vivieron sin luz. En ese lapso, abundó el uso de pilas. «Conservar la carne era un tema porque no te comés un cordero entero», dicen. El primer año, se la pasaron cazando liebres. El trabajo era repartido: Susana subía al cerro para asustarlas y cuando bajaban, las esperaba Rodrigo. «Matábamos para poder comer, pero ni ahí comparto la caza deportiva», advierte.
El frío en la Línea Sur es aún más extremo. La pareja asegura que, por lo general, al levantarse por la mañana sale a caminar para entrar en calor. «A la noche calentamos ladrillos para poner en la cama«, acota Susana.

El segundo año en Pichi Leufu los sorprendió una nevada atípica. Aseguran que había una capa de 80 centímetros de nieve que llegaba hasta la ventana. Lejos de amedrentarse, armaron una pista de trineo.
Susana recuerda viejas época en que se le rompían unas zapatillas y compraba otro par. «Acá se pegan con lo que sea. Uno le da otro valor a la cosas. Sos feliz con poco. En Bari nunca usé botas de goma. Acá, al principio, salía en zapatillas con bolsas de nylon. Pero es complicado vivir en el campo», plantea.
Cuando cae el sol, de pronto, las ovejas aparecen en el horizonte y corriendo, entran al cobertizo. Se escucha un ruido fuerte porque todas intentan ingresar, de manera torpe, al mismo tiempo. Rodrigo mira satisfecho: «¿Qué hacen, chicas?», lanza al tiempo que entra también. Sin darle tiempo a escapar, agarra a una de ellas. «Parece fácil, pero al principio, no podía. Los animales nos dan un motivo de vida», concluye.

La apuesta del INTA Bariloche para evitar la migración rural
La Cooperativa Peumayén, conformada por 37 familias rurales en el Departamento de Pilcaniyeu, intenta sobrevivir a las inclemencias del cambio climático y a los depredadores. Se trata de una de las primeras cooperativas agropecuarias de la Línea Sur que tiene 50 años de existencia.
Estos productores han llegado a tener 120 ovejas y a partir de la sequía y la caída de cenizas por la erupción del volcán cordón Caulle Puyehue en 2011, apenas unos pocos llegan a los 100 animales.

Los investigadores del Instituto Nacional Tecnológico Agropecuario (INTA) comenzaron a trabajar con las familias distribuidas por Pichi Leufu, Pilpilcura, Arroyo Blanco, Arroyo El Chacay, Villa Llanquín y Paso de los Molles, un área de mil kilómetros cuadrados de la estepa, con el desafío de recuperar el volumen de animales.
En 2013, el investigador del INTA Pablo Gaspero comenzó a realizar encuestas entre las familias de la zona. Le confiaron que, después de la sequía y la caída de cenizas, habían perdido la mitad de las ovejas y chivas.

Esa zona fue azotada por una extrema sequía entre 2007 y 2014. “En ese momento, empezó a notarse el cambio de régimen climático en Patagonia. Históricamente el promedio de precipitaciones de la estepa era de 250 milímetros; hoy pisamos los 200 milímetros. Los últimos años vienen siendo muy secos. La sequía generó problemas nutricionales y va generando muerte de animales a cuentagotas, que se acentuó con la caída de cenizas”, detalló Gaspero.
Las sequías redujeron el volumen y la calidad del forraje que proporcionan los pastizales naturales. Pero por otro lado, las inusuales olas de frío y las nevadas extremas provocan la muerte del ganado por una combinación de inanición e hipotermia.
El menor tamaño del ganado que logra sobrevivir lo vuelve más vulnerable a la depredación de pumas y zorros colorados.
En 2023 postularon a un proyecto tecnológico de Nación y con ese financiamiento se construyeron cobertizos para los animales para reducir la vulnerabilidad de los rebaños a los déficits nutricionales, las condiciones climáticas extremas y la depredación. Por otro lado, se instaló internet en la sede de la cooperativa.

Hasta ahora, el proyecto dio resultados y se lograron recuperar algunos animales, pero aún queda un largo recorrido. Se requieren más cobertizos, por eso los investigadores apelan a financiamiento extranjero.
En relación al proyecto, Gaspero advirtió que “todo esto es una herramienta para esas familias puedan proyectar un futuro manteniéndose en el campo. Tenemos mucha migración rural”.

Comentarios