Tutela arriesgada

Herido por la acusación de que la crisis argentina ha sido, por comisión o por omisión, en buena medida su obra, el FMI decidió instalarse de manera permanente en el país con el propósito de monitorear desde cerca la evolución de la economía y, si bien no lo dijo, de reducir el riesgo de que sus representantes sean engañados por funcionarios excesivamente optimistas en cuanto al significado real de los números que barajan. Según se anunció, el encargado de abrir la oficina correspondiente será el economista británico John Dodsworth, quien será el subdirector de la Dirección del Hemisferio Occidental cuyo titular es Anoop Singh. A primera vista, se trata de una buena idea. Aunque los técnicos del FMI se limitaran a observar sin formular comentarios ni sugerencias, el saber que todos los días se enterarían de lo hecho por las autoridades y que estarían en condiciones de consultar en cada momento a los economistas locales podrían obligar al gobierno que surja del complicado proceso electoral que está en marcha a actuar con la máxima prolijidad. Con todo, la presencia en Buenos Aires de un representante permanente del FMI también podría tener consecuencias desafortunadas en el caso de que un futuro gobierno optara por emular al encabezado por Eduardo Duhalde, el que, durante largos meses, se esforzó por hacer pensar que en última instancia la política económica sería la impuesta por el FMI contra la voluntad de las autoridades nacionales legítimas y que por lo tanto todos los eventuales fracasos correrían por cuenta del organismo internacional.

La exasperante crisis económica que se inició desde hace más de medio siglo se ha prolongado tanto, que la mayoría de la «clase política» es plenamente capaz de aprovecharla achacándola ya a sus adversarios locales, ya al resto del mundo que, por maldad o por su apego a teorías «neoliberales» repudiadas por los expertos peronistas, radicales e izquierdistas, se las habrá ingeniado para arruinarnos. Así las cosas, muchos no vacilarán un solo instante en tratar a la oficina del FMI en Buenos Aires como si fuera una especie de Ministerio de Economía en las sombras establecido por «el imperio» con la misión de asegurar que la Argentina siga postrada. En efecto, en el curso de la campaña electoral la relación difícil del país con el FMI brindó a los candidatos de propensiones demagógicas un pretexto irresistible para hacer gala de su nacionalismo y su supuesta solidaridad con los pobres que según ellos la entidad quiere martirizar.

Por ser la función básica del FMI velar por las finanzas internacionales, evitando en lo posible los default en gran escala y procurando ayudar a los endeudados a poner sus asuntos en orden, no le es dado abandonar a la Argentina a su suerte. Sin embargo, le convendría que su presencia en el país fuera lo menos llamativa posible para que no quedara duda alguna de que los grandes responsables de los logros y fracasos nacionales en el ámbito económico son sus propios dirigentes. Por motivos acaso comprensibles, éstos se han mostrado reacios a reconocer que los desastres que nos abrumaron últimamente se debieron a sus propios errores, no, como muchos fingen creer, a la negativa del FMI y el Departamento del Tesoro estadounidense de colaborar para que las recetas geniales del «ala política» del gobierno de turno produjeran sus frutos. Huelga decir que la resistencia a entender que por razones que no tienen nada que ver con el «neoliberalismo» o cualquier otro cuco ideológico es sencillamente imposible seguir gastando más de lo que uno recibe, ha tenido consecuencias muy graves para las provincias, la Nación y decenas de millones de personas que se vieron empobrecidas. Al interponerse entre las causas por un lado y los efectos por el otro, el FMI puede haber demorado la toma de conciencia por parte del grueso de la ciudadanía de que el populismo que hace del resto del mundo el chivo expiatorio para los errores crasos propios no puede sino desembocar en más atraso y más miseria. Aunque parecería que la mayoría ya entiende muy bien esta verdad innegable, todavía abundan los políticos que son proclives a recaer en la demagogia tradicional con la esperanza de salvarse a sí mismos a costa de casi todos los demás.


Herido por la acusación de que la crisis argentina ha sido, por comisión o por omisión, en buena medida su obra, el FMI decidió instalarse de manera permanente en el país con el propósito de monitorear desde cerca la evolución de la economía y, si bien no lo dijo, de reducir el riesgo de que sus representantes sean engañados por funcionarios excesivamente optimistas en cuanto al significado real de los números que barajan. Según se anunció, el encargado de abrir la oficina correspondiente será el economista británico John Dodsworth, quien será el subdirector de la Dirección del Hemisferio Occidental cuyo titular es Anoop Singh. A primera vista, se trata de una buena idea. Aunque los técnicos del FMI se limitaran a observar sin formular comentarios ni sugerencias, el saber que todos los días se enterarían de lo hecho por las autoridades y que estarían en condiciones de consultar en cada momento a los economistas locales podrían obligar al gobierno que surja del complicado proceso electoral que está en marcha a actuar con la máxima prolijidad. Con todo, la presencia en Buenos Aires de un representante permanente del FMI también podría tener consecuencias desafortunadas en el caso de que un futuro gobierno optara por emular al encabezado por Eduardo Duhalde, el que, durante largos meses, se esforzó por hacer pensar que en última instancia la política económica sería la impuesta por el FMI contra la voluntad de las autoridades nacionales legítimas y que por lo tanto todos los eventuales fracasos correrían por cuenta del organismo internacional.

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