Un demonio suelto de finales de año

Mirando al sur

“Es soberbio”. “Solamente iba a las reuniones en las que estaba el presidente”. “No sabe trabajar en equipo”. Frases como éstas emanan de los principales despachos oficiales en Buenos Aires para explicar en estas horas la eyección de Alfonso Prat Gay del gabinete, a quien su anterior jefe, Marcos Peña, no le dejó disponible ni siquiera la mentira piadosa de la renuncia por razones personales.

Aunque ahora cobra un sentido más claro la definición que Mauricio Macri hizo recientemente de su jefe de Gabinete y de sus dos adjuntos, Mario Quintana y Gustavo Lopetegui (“Ellos son mis ojos y mi inteligencia”), deja gusto a poco que la explicación de un hecho tan traumático se dé en clave personal y hasta psicológica.

Si la marcha de la economía en el 2016 hubiese sido buena, muy probablemente no estaríamos en este escenario. Una retracción del PBI que rondará el 2,5% en lugar del saldo plano que había prometido un año atrás el exministro, una inflación que fue del 40% en vez del 25% anticipado, un déficit fiscal primario que, en un cálculo real, superará seguramente la de por sí poco ambiciosa meta del 4,8% y un empinamiento de entre tres y cuatro puntos de la pobreza no son factores que hayan jugado precisamente a favor. Es imposible no evaluar el legado de Prat Gay a la luz de estos indicadores.

Parte de ese resultado económico que sufrieron todos los argentinos se debe, cómo no, a las rémoras que dejó la administración kirchnerista anterior, pero la de Cambiemos le adicionó algunos ingredientes no desdeñables. Por caso, ¿cuánto del desplome del consumo se debió a la descuidada combinación de una eliminación de las retenciones a todas las exportaciones (salvo las de la soja, que fueron reducidas) antes del sinceramiento del tipo de cambio? Así, se asumió la internacionalización plena de los precios de los alimentos antes de que se supiera hasta qué punto volaría el dólar, lo que supuso un doble golpe al consumo popular. En lugar de privilegiar a los sectores que no podían sostener más esa imposición injusta, como la práctica totalidad de las economías regionales, se tomó el hacha antes que el bisturí, entregando rentabilidades fuertes a sectores mucho más competitivos del área pampeana núcleo que habrían podido ser incentivados de modo más gradual. Se suele olvidar esta cuestión no menor de timing, que impidió más allá del calendario la llegada del “segundo semestre”, cuando se repite sin matices el rap de la “exitosa salida del cepo”. Una inflación anual que duplicó la evolución del tipo de cambio acaso haya sido un subproducto necesario de ese “logro”. Así nunca vamos a dejar de tartamudear sobre el problema de la competitividad.

¿Fueron sólo decisiones del ministro saliente o también del propio presidente, determinado a dar claras señales de diferenciación con respecto a la era kirchnerista?

Mientras, otros aspectos de la política oficial, de esos que se definieron al más alto nivel, también conspiraron contra un desenlace mejor.

Uno, la decisión de Macri de no cargar con un superministro de Economía. Muchos especialistas de la city porteña, insospechados de veleidades populistas, cuestionan desde hace tiempo esa situación, que el jefe de Estado no hizo más que agudizar al dividir, tras el alejamiento de Prat Gay, la anterior cartera en Hacienda y en Finanzas.

En el punto anterior se juega mucho más que una cuestión de coordinación y eficiencia. Incluso más que de costos, aunque se supone que cada repartición tendrá a su disposición, por caso, sendas áreas de “legal y técnica”, una duplicación de costos poco sensible a los problemas de la hora. Lo que se dirime allí es la propia estructura de toma de decisiones de un gobierno que nació dándose una misión histórica a priori limitada por los recursos de poder de que dispone.

La misión es pasar de un régimen económico excesivamente centrado en el consumo a uno que privilegie la inversión. Sus recursos son los de un apoyo social muy amplio pero no abrumador, limitados por una presencia en las dos cámaras del Congreso que ronda el tercio en cada caso.

Es correcto atribuirle a Prat Gay la responsabilidad por el “gradualismo al alza” que experimentó el rojo fiscal en su gestión, pero es injusto no advertir también que los gastos excedentes respondieron a un modelo de “compra de gobernabilidad” derivado de las debilidades congénitas de Cambiemos y que tomó la forma de desgravaciones sectoriales o de partidas negociadas caso por caso con sindicatos, provincias y movimientos sociales cada vez que el conflicto despuntaba. Esta es la otra punta de la llamada “balcanización” de la política económica: la existencia de un ministro que no controla áreas completas del gasto.

Mientras el “efecto Trump” se desvela y va haciendo más hostiles las condiciones de los mercados de crédito para que la Argentina financie vía deuda su reconversión, Luis Caputo será un hombre clave en la nueva cartera de Finanzas. Librará una carrera contra el tiempo que, si se pierde, llevará al punto de llegada que sugiere el flamante ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne: el Fondo Monetario Internacional.

Pero esa derivación no será inmediata. Antes se intentará “limar” el gasto.

Habrá que ver si esto es posible en un año electoral y si resulta suficiente, según cómo evolucione el contexto internacional. Otras ideas de Dujovne, como la del congelamiento del gasto público en términos reales a varios años vista y la de una ley de responsabilidad fiscal para las provincias, del modo en que se ensaya en Brasil, también podrían abrir conflictos poco adecuados a los tiempos políticos que se vienen.

El gobierno creía haber metido en la botella todos los demonios de los finales de año. Siempre queda alguno suelto en nuestra indomable Argentina.

Parte de ese resultado económico se debe a las rémoras que dejó la administración kirchnerista, pero la de Cambiemos le adicionó algunos ingredientes no desdeñables.

¿Fueron sólo decisiones del ministro saliente o también del presidente, determinado a dar claras señales de diferenciación con respecto a la era kirchnerista?

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Parte de ese resultado económico se debe a las rémoras que dejó la administración kirchnerista, pero la de Cambiemos le adicionó algunos ingredientes no desdeñables.
¿Fueron sólo decisiones del ministro saliente o también del presidente, determinado a dar claras señales de diferenciación con respecto a la era kirchnerista?

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