Un presidente devaluado

El presidente Alberto Fernández terminó la semana con una tormenta política, admitiendo y pidiendo disculpas por una concurrida fiesta de cumpleaños en la residencia de Olivos que violó los protocolos, cuando el país estaba en la fase más dura de aislamiento por la pandemia. Un hecho que devalúa aún más la imagen presidencial y confirma los privilegios de una clase política que sigue creyendo que puede saltarse impunemente las mismas normas que aplica con rigor al ciudadano común.

Las fotos difundidas muestran la celebración, en julio de 2020, del cumpleaños de la pareja del presidente, Fabiola Yáñez, a quien Alberto Fernández directamente hizo responsable, en baja actitud. En ese momento no sólo estaban prohibidas por decreto las reuniones familiares o de amigos. En la imagen se ve a los invitados sin barbijos, sin distancia y en un salón cerrado, a contramano de todas las recomendaciones con las que machacaban a diario el propio mandatario y sus asesores de salud.

Las imágenes generaron indignación general en medios y redes sociales, más allá de la cercanía o no al gobierno. Es que en la época de este festejo en la actual sede presidencial el país había pasado los 100.000 infectados, 2.000 muertes, y la cuarentena estricta ya mostraba duros efectos en el tejido social: la pobreza había crecido 7 puntos y llegaba al 51% en el país, las escuelas estaban cerradas, el transporte público sólo estaba habilitado para “trabajadores esenciales” con certificado, la circulación sólo se permitía para abastecerse o temas de salud, no se admitía la gastronomía ni la recreación… Muchos recordaron los meses sin poder ver a sus padres ancianos, o la imposibilidad de ir al funeral de parientes y amigos.

En plena campaña electoral, la revelación potenció a la oposición, que inició en el Congreso un trámite de juicio político y fue a la Justicia por la violación del decreto de Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio, que remite a los artículos 205, 239 y concordantes del código penal, que fijan penas de hasta dos años de prisión a los infractores. Las iniciativas tienen pocas chances de prosperar, por las mayorías del kirchnerismo en el Congreso y los ritmos -y reales voluntades- del Poder Judicial, que terminan diluyendo causas como estas. Pero sí generan irritación general y en el propio oficialismo, que enfrenta preguntas incómodas o debe justificar acciones que hasta ayer condenaba con dureza.

Ya había antecedentes de episodios fuera de protocolos del presidente: la masiva cena de despedida a Evo Morales, los efusivos abrazos a cara descubierta en un mitin con el gobernador formoseño Gildo Insfrán, un acto en Villa la Angostura, las asunciones de Martín Soria en Justicia y Carla Vizzotti en Salud, un partido de pádel con el ministro Martín Guzmán, entre otros.

La gravedad de la fiesta en Olivos se emparenta con el escándalo impune de los “Vacunados VIP”, que demostró cómo la élite gobernante y sus amigos se saltaban la fila para inmunizarse antes que los trabajadores de Salud u otros esenciales.

El presidente desdeña a los asesores de imagen o comunicación, y transmite actitudes propias de la vieja política, que incluyen el cinismo, la simulación y el ego.

En vez de pedir perdón sin excusas, asumir claramente su responsabilidad y ponerse a disposición de la Justicia (actitudes que un funcionario adoptaría en cualquier país respetuoso de la ley), eligió frases ambiguas, minimizó el hecho y -por si fuera poco- atribuyó culpas a su pareja.

Cuando el presidente, en el mejor momento de popularidad, se colocó a sí mismo como el eje casi exclusivo de la comunicación de gobierno en la pandemia, sabía que su conducta debía ser ejemplar. Cada tropiezo ha ido devaluando su principal activo: el valor de la palabra. Y con él su liderazgo para construir lo que se llama una “comunicación de riesgo”, que -en esta crisis sanitaria- incluye edificar consensos con opositores e incentivar a la población a vacunarse y estimularla a seguir las medidas de prevención. Para todos, sin excepciones.


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