Una alianza en dificultades

Heridos por la negativa de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner a darles los lugares que reclamaban de voz en cuello en las listas electorales del Frente para la Victoria, Hugo Moyano y sus aliados sindicales han reaccionado pidiendo un aumento del 41,3% del salario mínimo para llevarlo a 2.600 pesos mensuales, además de protestar nuevamente contra el Impuesto a las Ganancias que afecta a los trabajadores mejor remunerados y contra el tope de 4.800 pesos de las asignaciones familiares. También amenazan con demandar judicialmente al Poder Ejecutivo por 10.000 millones de pesos que, dicen, les debe por las obras sociales. Para el gobierno –y para el país– la actitud asumida por la CGT plantea un problema espinoso. Puesto que a los kirchneristas no les convendría del todo tener que afrontar a los sindicatos antes de que haya culminado la campaña electoral, querrán apaciguarlos haciendo concesiones que no podrían sino estimular más inflación que, desde luego, tendría un impacto fuerte en los sectores más pobres que, lejos de verse beneficiados por la militancia de la CGT, están entre los más perjudicados por depender mayormente de la mitad “negra” de la economía nacional. Moyano es reacio a romper con un gobierno que a través de los años lo ha colmado de favores y que, como sabe muy bien, podría vengarse desistiendo de defenderlo contra quienes lo acusan de haberse enriquecido por medios ilícitos, pero la posición en que se encuentra es decididamente ingrata. Su poder en el mundillo sindical se basa no sólo en que, como mandamás de Camioneros, está en condiciones de paralizar el país, sino también en la idea de que la presidenta le tema tanto que no se le ocurriría enfrentarlo. Desgraciadamente para Moyano, la forma en que Cristina minimizó la presencia de sindicalistas en las listas oficialistas mostró que su influencia sobre ella dista de ser tan decisiva como creía, dato que lo ha debilitado a ojos de los demás dirigentes de la CGT. Con todo, a pesar del desaire así supuesto, tanto Moyano como sus compañeros entienden que, de perder Cristina en las elecciones, el cambio de gobierno resultante los expondría a una multitud de riesgos. Varios candidatos opositores no han ocultado su deseo de verlo entre rejas por considerarlo un símbolo de la corrupción y de la prepotencia. No todos comparten la opinión lapidaria de Elisa Carrió, según la que el camionero es “un monstruo político, el enemigo de la Nación”, pero muchos coinciden en que constituye un personaje muy peligroso y que el sindicalismo que representa resulta irremediablemente corrupto. Por cierto, el que hace una semana un sindicalista cercano a Moyano, el jefe de los estatales de la provincia de Buenos Aires, fuera encontrado tratando de llevar al Uruguay aproximadamente 60.000 dólares sin declararlos –el límite permitido es de 10.000– no ayudó a mejorar la reputación en tal sentido de la CGT. La buena relación del kirchnerismo con los sindicalistas nunca ha tenido nada que ver con la eventual adhesión de éstos a la ideología “setentista” que suele reivindicar la presidenta. Se trata de un arreglo pragmático que se ha mantenido hasta ahora porque, a juicio de los estrategas oficiales los costos políticos de vincularse con una corporación cuya imagen difícilmente podría ser peor han sido menores de lo que les supondría una serie interminable de paros generales y manifestaciones callejeras multitudinarias, pero últimamente se ha hecho más tensa. La decisión de Cristina de respaldar a los militantes de La Cámpora ha caído mal entre los cegetistas que ven en ellos los sucesores de los montoneros que habían declarado la guerra contra “la burocracia sindical” y que no vacilaron en asesinar a sus dirigentes. Es por lo tanto natural que los comprometidos con la alianza del kirchnerismo con la CGT se hayan sentido muy preocupados por la denuncia que se ha formulado contra el secretario general de la UOCRA, Gerardo Martínez, acusado de haber sido agente civil del Batallón de Inteligencia 601 durante la dictadura militar; por razones evidentes, a los funcionarios del gobierno de Cristina no les haría ninguna gracia una investigación rigurosa de lo hecho treinta años atrás por sus actuales aliados sindicales, ya que muchos, incluyendo a Moyano, militaron en organizaciones que se dedicaban a la caza de “subversivos”.


Heridos por la negativa de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner a darles los lugares que reclamaban de voz en cuello en las listas electorales del Frente para la Victoria, Hugo Moyano y sus aliados sindicales han reaccionado pidiendo un aumento del 41,3% del salario mínimo para llevarlo a 2.600 pesos mensuales, además de protestar nuevamente contra el Impuesto a las Ganancias que afecta a los trabajadores mejor remunerados y contra el tope de 4.800 pesos de las asignaciones familiares. También amenazan con demandar judicialmente al Poder Ejecutivo por 10.000 millones de pesos que, dicen, les debe por las obras sociales. Para el gobierno –y para el país– la actitud asumida por la CGT plantea un problema espinoso. Puesto que a los kirchneristas no les convendría del todo tener que afrontar a los sindicatos antes de que haya culminado la campaña electoral, querrán apaciguarlos haciendo concesiones que no podrían sino estimular más inflación que, desde luego, tendría un impacto fuerte en los sectores más pobres que, lejos de verse beneficiados por la militancia de la CGT, están entre los más perjudicados por depender mayormente de la mitad “negra” de la economía nacional. Moyano es reacio a romper con un gobierno que a través de los años lo ha colmado de favores y que, como sabe muy bien, podría vengarse desistiendo de defenderlo contra quienes lo acusan de haberse enriquecido por medios ilícitos, pero la posición en que se encuentra es decididamente ingrata. Su poder en el mundillo sindical se basa no sólo en que, como mandamás de Camioneros, está en condiciones de paralizar el país, sino también en la idea de que la presidenta le tema tanto que no se le ocurriría enfrentarlo. Desgraciadamente para Moyano, la forma en que Cristina minimizó la presencia de sindicalistas en las listas oficialistas mostró que su influencia sobre ella dista de ser tan decisiva como creía, dato que lo ha debilitado a ojos de los demás dirigentes de la CGT. Con todo, a pesar del desaire así supuesto, tanto Moyano como sus compañeros entienden que, de perder Cristina en las elecciones, el cambio de gobierno resultante los expondría a una multitud de riesgos. Varios candidatos opositores no han ocultado su deseo de verlo entre rejas por considerarlo un símbolo de la corrupción y de la prepotencia. No todos comparten la opinión lapidaria de Elisa Carrió, según la que el camionero es “un monstruo político, el enemigo de la Nación”, pero muchos coinciden en que constituye un personaje muy peligroso y que el sindicalismo que representa resulta irremediablemente corrupto. Por cierto, el que hace una semana un sindicalista cercano a Moyano, el jefe de los estatales de la provincia de Buenos Aires, fuera encontrado tratando de llevar al Uruguay aproximadamente 60.000 dólares sin declararlos –el límite permitido es de 10.000– no ayudó a mejorar la reputación en tal sentido de la CGT. La buena relación del kirchnerismo con los sindicalistas nunca ha tenido nada que ver con la eventual adhesión de éstos a la ideología “setentista” que suele reivindicar la presidenta. Se trata de un arreglo pragmático que se ha mantenido hasta ahora porque, a juicio de los estrategas oficiales los costos políticos de vincularse con una corporación cuya imagen difícilmente podría ser peor han sido menores de lo que les supondría una serie interminable de paros generales y manifestaciones callejeras multitudinarias, pero últimamente se ha hecho más tensa. La decisión de Cristina de respaldar a los militantes de La Cámpora ha caído mal entre los cegetistas que ven en ellos los sucesores de los montoneros que habían declarado la guerra contra “la burocracia sindical” y que no vacilaron en asesinar a sus dirigentes. Es por lo tanto natural que los comprometidos con la alianza del kirchnerismo con la CGT se hayan sentido muy preocupados por la denuncia que se ha formulado contra el secretario general de la UOCRA, Gerardo Martínez, acusado de haber sido agente civil del Batallón de Inteligencia 601 durante la dictadura militar; por razones evidentes, a los funcionarios del gobierno de Cristina no les haría ninguna gracia una investigación rigurosa de lo hecho treinta años atrás por sus actuales aliados sindicales, ya que muchos, incluyendo a Moyano, militaron en organizaciones que se dedicaban a la caza de “subversivos”.

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