Una revolución buena

Aunque conforme a la directora del Programa Mundial de Alimentos Norman Borlaug «es el hombre que salvó más vidas en la historia de la humanidad», su nombre no suele figurar en la nómina de los grandes revolucionarios del siglo pasado, honor éste que se reserva para personajes como Stalin y Mao cuyas víctimas mortales pueden contarse por decenas de millones y que dejaron a sus seguidores países depauperados. Asimismo, a pesar de que hayan sido tan positivos los resultados concretos de la «revolución verde» que fue impulsada por Borlaug, el agrónomo norteamericano que murió el sábado pasado a la edad de 95 años, abundan los convencidos de que el empleo de métodos científicos, sobre todo los supuestos por la ingeniería genética, para aumentar los cultivos y hacerlos más resistentes a plagas es no sólo reaccionario sino que también podría provocar catástrofes terribles, de ahí la resistencia a la «comida Frankenstein» en Europa. Por lo demás, si bien en nuestro país los agricultores han aprovechado los avances tecnológicos propios de la «revolución verde», ecólogos y políticos, incluyendo a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner que a veces habla con indignación de los estragos que a su juicio provoca la presencia de la soja -«el yuyo»- en suelo argentino, se han opuesto a los cambios resultantes. Según parece, en opinión de muchos es más «progresista» manifestarse horrorizado por el incremento de la productividad agrícola que fue posibilitado por innovaciones no previstas por la madre naturaleza que celebrar el hecho de que, de no ser por ellas, hubieran muerto hasta cien millones de personas que aún están entre nosotros.

Con todo, aunque merced al trabajo de Borlaug y otros científicos debería poder alimentarse adecuadamente a los casi 7.000 millones de habitantes actuales de la Tierra, son tantos los obstáculos políticos, económicos y culturales que por mucho tiempo más seguirán produciéndose hambrunas. Las medidas proteccionistas tomadas por los gobiernos de los países ricos, en especial los de la Unión Europea, han perjudicado enormemente a los agricultores de las zonas más atrasadas del mundo que no están en condiciones de competir con los beneficiados por subsidios generosos aun cuando en teoría les sea posible exportar sus productos. Por fortuna, nuestros agricultores sí son internacionalmente competitivos, pero por motivos de política interna, y por su adhesión a esquemas ideológicos anacrónicos, el gobierno actual se ha mostrado más interesado en castigarlos que en ayudarlos a producir y exportar todavía más.

Otro motivo por el que habrá más hambrunas consiste en el aumento vertiginoso de la población de algunos países muy pobres como Etiopía. Hace un cuarto de siglo, las organizaciones humanitarias más importantes se movilizaron en un intento de impedir que más etíopes murieran de hambre -se estima que la hambruna de 1984 costó un millón de vidas- y por algunos años el país consiguió ser autosuficiente, pero sólo se trataba de una tregua pasajera en la lucha por sobrevivir ya que ha regresado el espectro de una nueva hambruna masiva. Aunque la agricultura etíope es mucho más eficaz de lo que era, desde 1984 la población se ha duplicado, de 40 millones a 80 millones, y se prevé que pronto alcanzará los 100 millones. Los agricultores de Etiopía no serán capaces de alimentar a todos sus compatriotas, mientras que la industria local nunca podrá generar los recursos necesarios para importar alimentos en cantidades suficientes, lo que plantea un dilema cruel a la llamada «comunidad internacional»: si opta por socorrer a los etíopes y muchos otros en África y partes de Asia en que la población está creciendo exponencialmente, llegará el momento en que los costos resulten insoportables; si se niega a hacerlo a menos que los países involucrados adopten medidas draconianas para reducir la tasa de natalidad, será acusada de chantaje racista e imperialista. Hasta ahora, los países más ricos se han limitado a esperar que también en Etiopía y sus vecinos se desactive el «estallido demográfico», como ha sucedido en buena parte del mundo. Si ello no sucede pronto, la «revolución verde» de Borlaug sólo habrá servido para postergar por algunas décadas la tragedia que pareció inminente antes de que sus investigaciones comenzaran a brindar frutos.


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