Vade retro neoliberalismo

James Neilson

Un espectro ronda por Europa, América Latina y muchos otros lugares. En esta ocasión no se trata del comunismo, sino de algo mucho más temible: el neoliberalismo. Pero parecería que los militantes de este credo espantoso son más astutos que los discípulos de Karl Marx que, a mediados del siglo XIX, asustaban a la buena gente. Aunque los defensores de lo humano quisieran participar de una versión actual de la santa cacería oportunamente denunciada por el londinense adoptivo cuando sus propios seguidores corrían peligro de caer en las garras del “papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes germanos” que denostaba en el célebre “Manifiesto del Partido Comunista”, no les es fácil ubicar a sus enemigos mortales. Nadie se afirma neoliberal. No hay partidos orgullosamente neoliberales con banderas e insignias que servirían para identificarlos o eslóganes desafiantes que podrían gritar sus integrantes. Si los adeptos de la secta más odiada del planeta celebran reuniones lo hacen en secreto, en cuevas neoyorquinas o reductos suizos, sin dejar trascender los detalles de sus deliberaciones. Con todo, a pesar de su voluntad comprensible de pasar inadvertidos, no cabe duda de que los neoliberales se las han arreglado para estar en todas partes y, a juzgar por los gritos de alarma proferidos por sus muchos adversarios, son terriblemente poderosos. Dicen que en Europa han logrado depauperar a decenas de millones de personas, privándolas del bienestar del que de otro modo disfrutarían. Según heterodoxos que entienden que los ajustes siempre son inútiles, han conseguido convencer a muchos gobernantes de que no hay ninguna alternativa a la austeridad. Y están haciendo estragos en América Latina. Ya han infiltrado al gobierno progresista brasileño de la presidenta Dilma Rousseff, colocando uno de los suyos, Joaquim “Manos de Tijera” Levy, en el Ministerio de Finanzas, nada menos, para que sacrifique a los trabajadores en aras de sus doctrinas despreciables. Esperan hacer lo mismo en la Argentina. Conscientes del horror que se nos acerca, los kirchneristas nos advierten que, si el electorado comete el error imperdonable de votar mayoritariamente por Mauricio Macri, el país caerá víctima nuevamente de la atroz saña neoliberal, que por su adhesión dogmática a los postulados infames de la secta, el porteño se pondría enseguida a reducir el gasto público, frenar la inflación con medidas antipopulares, devaluar el peso y hacer muchas otras cosas crueles que tendrían consecuencias previsiblemente tétricas. Aunque algunos kirchneristas sospechan que su propio candidato, Daniel Scioli, es en verdad un lobo neoliberal disfrazado de oveja populista que obraría de la misma manera, se suponen capaces de impedirle provocar los destrozos que tendría en mente. ¿Es tan fuerte el neoliberalismo como aseveran los muchos que dicen estar resueltos a combatirlo? De tomarse en serio la retórica de los más apasionados, sí lo es, ya que en su opinión cuenta con el apoyo decidido de casi todos los gobiernos europeos y el respaldo crítico del norteamericano y está por conquistar América Latina, lo que sería una hazaña extraordinaria por ser cuestión de una doctrina que virtualmente nadie reivindica. Que éste sea el caso hace pensar que la evidente fortaleza del neoliberalismo se debe exclusivamente a la debilidad de todas las presuntas opciones, que –en el fondo– sólo se trata de lo que suele suceder cuando una economía, grande o chica, se encuentra sin dinero suficiente para continuar como antes. En tales circunstancias los encargados de administrarla se ven constreñidos a gastar menos, tal vez mucho menos, no porque algunos fanáticos siniestros se las hayan ingeniado para lavarles el cerebro sino porque los recursos que necesitarían para hacer otra cosa se han evaporado. En la actualidad el neoliberalismo desempeña un papel muy parecido al del diablo o satanás en la cosmogonía judeocristiana e islámica. Aunque algunos, entre ellos el papa Francisco, juran creer que el diablo no es un mito sino un ser maligno casi tangible que está activo en el mundo, otros dan por descontado que no es más que un producto de la imaginación arcaica. Así y todo, atribuir las desgracias de nuestra vida terrenal a la perversidad de un ser antropomórfico dotado de poderes terribles o de un ángel caído que se ha rebelado contra Dios sirve para simplificar muchos problemas, de suerte que no sorprende demasiado que líderes religiosos como el papa se hayan negado a desprenderse de lo que, para ellos, es el símbolo máximo del mal. Es en buena medida merced a la existencia hipotética del diablo que los sacerdotes pueden asegurar a los fieles más sencillos que los ama un Dios a un tiempo todopoderoso y benigno que nunca soñaría con perjudicarlos sin que tales afirmaciones motiven risas incrédulas, ya que para muchos la vida dista de ser agradable. Por razones similares, a políticos y otros les conviene culpar a “neoliberales” de las desgracias sufridas por quienes habían confiado en su capacidad para protegerlos contra la adversidad económica. Los más vehementes en tal sentido son populistas de ideas supuestamente izquierdistas que, persuadidos por sus propias palabras, sinceramente creen que todos los problemas económicos y sociales del mundo se deben a la maldad ilimitada de los liberales y por lo tanto siempre sería mejor hacer lo contrario a lo que tales sujetos recomiendan. Así obraron los chavistas en Venezuela y los kirchneristas en la Argentina. Querían probar de una vez que los neoliberales –para no decir todos los “ortodoxos”, ya que se resisten a distinguir entre los así calificados– no entienden nada. En ambos países los resultados de los experimentos locamente voluntaristas que emprendieron están a la vista. Arrasaron con todo. ¿Y después? Es imposible prever lo que el futuro tiene reservado para la desdichada República Bolivariana; lo único cierto es que será catastrófico. En el caso de la Argentina, lo más probable es que le espere una etapa que muchos no vacilarán en calificar de “neoliberal”. Sin reservas, sin un superávit comercial abultado, sin crecimiento y, a menos que tengamos muchísima suerte, sin inversiones cuantiosas, el próximo gobierno, del signo que sea, no tendrá más alternativa que achicar brutalmente el gasto público, mientras procura explicarle a la población que todo es culpa del gobierno anterior y por lo tanto sería muy pero muy injusto acusarlo de ser neoliberal.


James Neilson

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