La capilla de las cartas enterradas: el secreto de amor que floreció en El Bolsón

A metros de la ruta 40, una pequeña capilla construida por 52 artesanos guarda bajo sus cimientos el relato de dos vidas. Jorge Ciari, vecino de Mallín Ahogado, levantó en el cementerio de El Bolsón una obra donde piedra, hierro y vidrio cuentan su historia de amor.

La capilla se alza silenciosa en la entrada del cementerio de El Bolsón. Nadie imaginaría que bajo la piedra del altar descansan decenas de cartas de amor escritas a mano hace más de medio siglo.

El cartel apenas se ve. A un costado de la Ruta 40, un dibujo sobre el asfalto indica el desvío hacia el cementerio de El Bolsón. Quien no conoce, pasa de largo. Quien se detiene, descubre un lugar suspendido entre la piedra y el silencio. A unos cuatrocientos metros del camino principal, hay una capilla de líneas curvas, puertas talladas, vitrales que atrapan la luz y una cruz en lo más alto donde alguien escribió cartas de amor, imposibles de leer.

“Esta capilla fue una manera de despedirme de a poco”, dice él, con la voz calma de quien aprendió a convivir con la ausencia. Vive en Mallín Ahogado, a pocos kilómetros, pero vuelve seguido. Camina despacio entre las piedras, se detiene frente al Cristo de madera tallado en un solo tronco de álamo, con los brazos abiertos, como aquel que alguna vez custodiaba el colegio donde se escribe el primer capítulo.

Esta historia que empezó con un ángel. Jorge Ciari y Norma Susana Karpinsky nacieron en Campana, cuando la vida era todavía un camino de bicicletas y veredas arboladas. Ella iba al colegio del Sagrado Corazón, frente a la casa de él. Sobre el dintel, un Cristo extendía los brazos, y justo debajo, en una vidriera cercana, una foto en blanco y negro mostraba a un ángel arrodillado rezando qe siempre le llamaba la atención.

Susana admiraba al papa Juan Pablo II por sus raíces polacas.

“Así la conocí, aunque ella no me conoció hasta mucho después”, recuerda Jorge. Tenía ocho años y no sabía que esa imagen lo acompañaría toda la vida.

El destino se tomó su tiempo. Recién en la secundaria, en las escalinatas de la escuela, reconoció a aquel ángel en el rostro de Susana. “Era ella, no tuve dudas”, dice. Se hicieron compañeros de aula y a los 16 años empezaron a salir. Luego la vida los separó: él viajó a San Juan a terminar la escuela con sus hermanos. Las cartas se volvieron su manera de estar juntos.

Todas las semanas llegaba un sobre. Letras apretadas, olor a tinta y promesas de reencuentro. “Nos mantuvieron unido. Después volví a Campana, seguimos la facultad y nos casamos”, cuenta. Tuvieron tres hijos, y las cartas quedaron guardadas en una caja, dormidas entre recuerdos. “No era lógico que alguien más las leyera, me dijo ella un día. Decidimos guardarlas”.

Con los años, llegaron los trabajos, los hijos, la rutina, hasta que un día, cuando el tiempo empezó a ofrecer pausas, viajaron. “En uno de esos viajes, en Estrasburgo, vi una piedrita suelta en las paredes rojas de la catedral. La levanté y le dije: ‘Nos la llevamos para cuando hagamos una capilla’. Ella me respondió que siempre había querido tener una, en el lugar donde descansaríamos para siempre”.

Desde entonces, en cada iglesia que visitaban, si encontraban una piedra suelta, la guardaban. Bolsas pequeñas se acumularon en una caja de madera: un mapa de viajes hecho de fragmentos sagrados.
Susana admiraba al papa Juan Pablo II. Por sus raíces polacas viajó varias veces a Polonia. Le gustaban las flores, la tierra húmeda, los patios en primavera. “Hizo de la chacra un jardín, dice Jorge. Era su manera de celebrar la vida”.


Las cartas bajo la roca


Cuando Susana murió, Jorge recordó aquella conversación en Estrasburgo. No hubo dudas. Pidió permiso para construir una capilla en la entrada del cementerio de El Bolsón, “el lugar de descanso”. No fue una obra común. Cincuenta y dos artesanos de la Comarca del Paralelo 42 trabajaron durante un año. Piedra, hierro, madera, vidrio, cerámica: cada uno aportó su arte para darle forma al amor.

El altar es una piedra gigante, natural. Jorge la eligió con un amigo. “Cuando la trajeron, cavé un pozo pequeño para indicar dónde debía ir. Debajo de esa piedra, de trece toneladas, quedaron las cartas. Todas”. No hay placa que lo diga, pero ahí están, a salvo del tiempo. Letras enterradas, preservadas bajo el peso de la historia. “Fray Aníbal Fosbery me dijo que debía explicar por qué se había hecho la capilla. Le escribí un mail contándole todo. Me respondió con una carta a mano, muy emotiva. Esa carta está dentro de una botella, clavada en la madera de la entrada, junto a los nombres de los 52 artesanos”.

Jorge mira hacia arriba, hacia la cruz más alta. En sus aristas escribió su última carta a Susana. Nadie puede leerla, está ahí solo para ella. “Me llevó un año hacer la capilla. Fue como despedirme de a poco”, confiesa. Lo dice con serenidad, como quien entiende que el amor también puede volverse piedra, hierro, vidrio.


El arte y el secreto


Las puertas de la capilla tienen tallados a Juan Pablo II y a Teresa de Calcuta. En los vitrales se dibujan la Sagrada Familia y el ángel arrodillado, aquel de la foto que lo unió a Susana en la infancia. En el piso, un vitral con ramos de flores recuerda su jardín.

Los bancos copian las líneas ondulantes del edificio

Del techo cuelgan tres lágrimas de hierro, los bancos copian las líneas ondulantes del edificio, y alrededor crecen las mismas plantas que ella cuidó. Todo tiene curvas, nada es recto: “como si el viento las hubiera diseñado”, dice Jorge.

En la anteentrada, un mural de piedra representa la creación. El conjunto parece respirar. Hay bancos externos pensados para los caminantes, porque él soñó con integrar la capilla a un sendero turístico que una distintos puntos de interés de El Bolsón. Aún no se concretó, pero la idea sigue viva.

“Muchos se sorprenden cuando entran. No esperan tanto arte en un lugar así. En El Bolsón hay vitralistas excepcionales: Aba, Nicolin, los que siguieron su escuela; escultores en hierro como Roberto, talladores en piedra y madera. Es una muestra de lo que somos capaces de hacer”, dice.

El entorno no es el ideal, reconoce, pero la belleza se impone. Las flores del jardín de Susana invitan al descanso, y la luz que atraviesa los vitrales parece detener el tiempo. En El Bolsón, esa capilla escondida no es solo un templo. Es una obra colectiva y una historia íntima. Un punto de encuentro entre la vida y lo eterno. Porque a veces el amor no muere: simplemente cambia de forma y se convierte en casa, en jardín, en capilla.


Exit mobile version