Y mañana será otro día…

Nada es gratis. En el sistema de salud argentino todos pagamos por los servicios públicos y por los subsidios a la seguridad social y al sector privado a través de fondos del Tesoro que van directamente en su auxilio o desgravaciones, moratorias o exenciones impositivas que se les otorgan.

Muchos (un 47% de los argentinos) pagan por sus obras sociales a través del salario (los aportes patronales deben considerarse, en realidad, restados al salario del trabajador). Quienes pueden (alrededor de un 8%) contratan con prepagas porque desean o necesitan un servicio de calidad diferente. Muchos (un 45%) sólo acceden a los cada vez más deteriorados hospitales públicos, por los cuales pagan, al menos, a través de los impuestos al consumo. Casi todos debemos pagar, además, diferentes porcentajes de prestaciones cubiertas o la totalidad del importe de prácticas sin cobertura que igualmente son prescriptas por los médicos. En muchos casos los aportes y pagos a la seguridad social y prepagas se superponen.

Además de todo eso, la tercera parte del gasto total en salud sale directamente de nuestras billeteras.

Por otra parte, la atención de la enfermedad reclama costos indirectos derivados del ausentismo laboral, el transporte y diversos gastos relacionados con el cuidado personal y de la familia durante la convalecencia.

¿Qué implican estos gastos sobre el bolsillo? Una investigación de autores argentinos publicada el año pasado informa que la internación (aproximadamente por 8 días) de un niño con infección respiratoria aguda baja, patología que inunda las salas de pediatría de los hospitales cada invierno y que afecta especialmente a pobres e indigentes, significa para sus familias un costo de entre el 20 y el 40% de los ingresos totales del grupo familiar. Una verdadera catástrofe económica.

Así como la falta de políticas constituye en sí misma una política, la falta de políticas de salud que integren efectivamente el financiamiento y la oferta de servicios no impide que en la realidad los distintos actores se interrelacionen y se afecten mutuamente.

En primer lugar, todos pujan por financiamiento. Y el financiamiento lo ponemos las personas.

Claro que, en términos económicos, no es en dinero el único costo que pagamos los usuarios del sistema de salud: también nuestra salud se ve beneficiada o perjudicada en función de la accesibilidad a los servicios y su calidad y, en un plano social, por el grado de equidad en el acceso.

En este mismo plano, conviene recordar que el estado de salud depende menos de los servicios asistenciales que de otros condicionantes culturales, sociales y políticos, de manera que en realidad el sistema de salud no sólo guarda fuertes interrelaciones entre sus partes integrantes sino también, y fundamentalmente, con el contexto en el que se moldean las expectativas que tenemos las personas sobre la vida y la salud y en el que se fundamentan las instituciones propias de la existencia del Estado democrático.

Sin embargo, los servicios de salud constituyen un aspecto muy relevante de nuestra organización social y consumen una cantidad importante y siempre creciente de recursos económicos (que, en términos del PBI, se estima en alrededor de un 7 a un 8%). Por lo tanto constituyen, también desde estos puntos de vista, un problema político.

Como es esperable, todos los actores de este drama, que hemos descripto sucintamente en una nota anterior, ajustan sus gastos y tienden a maximizar sus ingresos. Para ello, ante la crisis frecuentemente se establecen barreras al acceso de los beneficiarios a los servicios por los que pagan (a través de tramitaciones tediosas, horarios de atención inadecuados, falta de transparencia en la información, reducción de la oferta, etcétera), o se postergan en el tiempo sus consumos (listas de espera) o se reduce la calidad de las prestaciones. En el sector público también existen ajustes equivalentes.

Algunas certezas deberían promover la rediscusión de la organización de los servicios de salud en la Argentina: la no correspondencia entre lo que se gasta y los resultados que se obtienen, las inaceptables desigualdades en la provisión y el acceso, la fragmentación y consecuente superposición de prestadores y financiadores y la caída del mito de la solidaridad del sistema de la seguridad social son algunas de las cuestiones más evidentes que se exteriorizan en las recurrentes crisis del sector y su progresivo deterioro.

Sin embargo, pareciera que el costo del cambio desalienta a los responsables.

Como buenos argentinos, pasamos de la furia reformista de los '90, promovida por los organismos de crédito internacionales (es decir, la deuda externa), al abandono liso y llano del tema, promovido por las necesidades políticas del corto plazo y el superávit fiscal (es decir, el precio de los commodities). Paradójicamente, la inacción se ha vuelto progresista.

La idea de reformas estructurales proyectadas en el mediano y largo plazo ha perdido su encanto en el marketing político a manos del asistencialismo y la instantaneidad de la retórica de los anuncios.

Mientras tanto, las necesidades epidemiológicas y sociales de los usuarios, al igual que la mayoría de las condiciones que permitirían promover la eficiencia y la efectividad del sistema, requisitos básicos para asegurar mayor equidad en el acceso y calidad en las prestaciones, permanecen en un cono de sombras. Y todos pagamos, con dinero y con nuestro bienestar, por la progresiva pauperización de los servicios de salud, en medio de esa penumbra.

 

JAVIER O. VILOSIO (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Médico. Máster en Economía y Ciencias Políticas.

Ex secretario de Salud de Río Negro


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