El nacionalismo catalán, ¿una mirada de pasado o de futuro?

El ciclo del independentismo en Cataluña parece ingresar, al menos en el corto plazo, en modo menguante, pero la crisis abierta por su desafío al Estado español deja inquietantes preguntas. ¿El retorno, inesperado para muchos, de la cuestión nacional es un reflejo retrógrado o constituye expresión política todavía válida?

Durante la manifestación españolista del último domingo 8 en Barcelona, Mario Vargas Llosa expresó a la perfección el punto de vista de quienes ven en el nacionalismo “la peor de todas las pasiones (…) una religión laica, herencia lamentable del peor romanticismo”. “Desde hace algún tiempo, el nacionalismo viene causando estragos también en Cataluña. Estamos aquí para pararlo”, arengó.

La postal fue sugestiva: el brillante escritor, un excandidato presidencial en su Perú natal que devino ciudadano español, hablaba ante una marea de seres humanos y banderas españolas. El repudio no fue entonces, más allá de lo declamado, al nacionalismo sino a un nacionalismo.

Transitamos una era globalizadora, en la que el movimiento libre del capital y el trabajo perfora de mil modos las fronteras y las atribuciones de los gobiernos nacionales. ¿Convierte esa tendencia a la nación en un fenómeno agotado?

Al menos en un sentido, la respuesta es negativa: el concepto de nación sigue resultando central. Resulta útil examinar el asunto a la luz del ejemplo que entrega la Unión Europea, el proceso de integración regional por excelencia y donde la reivindicación catalana se suma a la escocesa, a la vasca y a la flamenca, entre otras.

El proyecto europeo supuso la absorción de atribuciones de los gobiernos nacionales por parte de una burocracia supranacional. El proceso dejó a esas autoridades locales sin herramientas en materia de política cambiaria y monetaria debido a la adopción de una moneda única, el euro, fuente de no pocas zozobras, como las de Grecia, Portugal, Italia y la propia España.

Asimismo, con la mayoría de los países excedidos en los límites de déficit fiscal y de deuda pública establecidos por el Tratado de Maastricht, también esos recursos extremos quedaron limitados.

Pero la burocracia comunitaria no es políticamente responsable ante las poblaciones. Sí lo son, en cambio, los gobiernos nacionales.

Esta situación establece el escenario perfecto para las crisis: lo electoral (lo político, en definitiva) se sigue dirimiendo dentro de las fronteras de los Estados nación, aunque las decisiones más importantes y con mayor impacto social dependen de instancias ajenas a cualquier posibilidad de escrutinio democrático. Más en concreto: los electorados castigan los ajustes impuestos por gobiernos carentes de herramientas de gestión clave, así como asuntos como el desempleo, el deterioro de los servicios sociales y la competencia de trabajadores extranjeros, aun cuando esos procesos son producto de decisiones supranacionales.

Así las cosas, o bien Europa profundiza su integración y diluye al extremo las esferas nacionales, convirtiéndose en una verdadera democracia continental, o las coyunturas complejas (como lo es la actual, resaca en buena medida de la crisis del 2008) gatillarán nuevos sismos. Dicho de otro modo, o bien la responsabilidad de los dirigentes ante los ciudadanos asciende hasta un macro-Estado plenamente democrático o las atribuciones de poder bajan de nuevo a los estados nacionales.

El caso de Cataluña expone, por último, qué fuerzas sociales se enfrentan en el reclamo soberanista. Dentro de la región rebelde, el gran capital trasnacionalizado (sobre todo el financiero) huyó en estampida cuando el proyecto pareció cobrar vigor. En cambio, lo defendieron las capas medias y trabajadoras, resentidas por la promesa vulnerada de un Estado social en cierta retirada. Un nacionalismo clásico en su base, en definitiva.

La globalización es una implacable máquina trituradora de pasado, pero su despliegue histórico es colosal y de muy largo aliento. El mundo conocido, por ahora, sigue vivo.


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