Camino al cielo

Columna semanal

LA PEÑA

A la ida me pareció escuchar a Horacio Guarany en una versión un poco más modesta y doméstica, pero con muchas ganas. A la vuelta el inconfundible Chaqueño Palavecino en versión barrial. Ambos sonaban bien, al menos con mucho fervor. Pero no eran ellos precisamente.

La música brotaba por cada espacio disponible en un viejo bar de puertas de madera desgastadas, de pintura gris sintética de muchos años. Poca luz y muchas voces. Termina un tema y empieza otro. Despuntan el vicio, cantan para que la música llegue al cielo, según sostienen.

En realidad no había elegido ir a ese lugar, ni siquiera conocía el bar, pero me llamó la atención cuando en tren de renovar recuerdos y rendir homenajes a tantos momentos lindos, acudí al cementerio de mi pueblo, lugar que alberga a los próceres del pueblo, también algunos parientes y gente que supe conocer de niño.

Me resulta inevitable la visita en cada viaje. Es como pasar a saludarlos aunque ya no estén. Es mirar sus rostros en fotos marrones y recordar los dulces, las comidas, las navidades y los días de tal o cual cosa. Es como darme la posibilidad de volver el tiempo atrás y situarme bajo los nogales de casa, o en las ceremonias familiares cargadas de emociones.

Lo cierto es que en ese trámite andaba cuando escuché la música y no tuve más remedio que parar para ver de qué se trataba.

Lo llamativo fue que en plena zamba entré al bar donde apenas se veía porque su única luz eran dos foquitos de los de antes, de luz amarillenta.

Una mesa de madera casi despintada estaba ocupada por los cantores, tres o cuatro más que sólo hacían compañía. Uno que con los dedos golpeaba la mesa para simular un bombo. Sillas de madera de esas que se pliegan, de las de antes que se usaban en los espectáculos numerosos porque se podían ordenar rápidamente y ocupaban poco lugar.

Lo raro fue que apenas pasé la cortina de plástico en tiritas, la música y los cantores se detuvieron. Todos miraron hacia la puerta. Apenas tuve que explicar que me llamó la atención la música. Con eso alcanzó para que siguieran con ese recital propio. Tan propio que los acompañaba una vieja botella de vino de un litro, de esas que ya no se ven. En ese mismo bar todavía el vino se vende por vaso, como en las viejas tabernas.

Todavía antiguos decorados acompañan el escenario. Afuera, varias bicicletas gastadas por los años eran testigos silenciosos de que algunos comensales y cantores venían de trabajar y se quedaron ahí. Ninguna estaba atada.

Pedir una gaseosa ahí es una rareza, todos toman vino o en el peor de los casos cerveza. Eran las cuatro de la tarde con 40 grados como mínimo y los comensales estaban todos en una larga e interminable sobremesa. Pero no me atreví a pedir un vaso de vino, y opté por una soda.

Arrímese me dijeron y abrieron la rueda para que fuera uno más. Claro, con un vaso de soda en la mano. Escucharlos de cerca sonaba distinto, el entusiasmo era el mismo, pero sonaban distintos. El tema era cantar fuerte para disimular desafinadas.

Pasaron varios minutos y como si tuvieran cuerda para rato, siguieron cantando. Amplio repertorio, muy variado e intenso. De pronto el silencio.

El cantor principal me dijo que por respeto, cuando pasa un cortejo fúnebre por la puerta del bar, la música se detiene. Y hasta que se pierden de vista al fondo de la calle.

El bar se llama Camino Al Cielo, nombre cargado de significado porque está justamente en el camino al cementerio, a dos o tres cuadras. Esa tarde no hubo cortejo fúnebre, no hubo muertos en el pueblo, por eso el canto siguió sin límites.

Jorge Vergara

jvergara@rionegro.com.ar


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