Cuando no hay grieta en la indignación
Hay un abismo entre el objetivo de Cristina de un orden hegemónico, y el desorden fáctico de una gestión que no puede encolumnar ni el orden de filtración de sus fiestas domésticas.
Para las dos emociones que iban a dominar el plebiscito de este año; el kirchnerismo creía tener definida una solución. Se votaría sobre salud y economía. Tenía los remedios asignados: vacunas para el miedo, subsidios para la frustración.
El escándalo por la fiesta clandestinas en Olivos cambió las cosas. La indignación generalizada es la nueva matriz de interpretación. La política intenta adaptarse con urgencia a esa novedad.
Cristina Kirchner dio la señal más nítida del impacto del escándalo. Apareció dos veces. La primera para reclamarle al Presidente que ponga en orden su casa. La segunda, más intrigante. Como si en lugar de cerrar filas para apoyar, la desbordara la urgencia de empatizar con la nueva emoción dominante. Cristina subida al rol de la indignada principal. La que le actúa a Alberto algo del reproche que cualquier argentino desearía enrostrarle.
No es sencillo distinguir cuánto de enojo genuino y cuánto de cálculo táctico la impulsaron. Las razones del enojo son transparentes. Hay un abismo entre el objetivo político declamado por Cristina de un orden hegemónico resultante de varios gobiernos sucesivos y el desorden fáctico de una gestión que no puede encolumnar ni el orden de filtración de sus festejos domésticos.
Las razones del cálculo son menos evidentes. Sólo se explicarían si la fuga de votos ya perforó la línea del elector moderado y comenzó a drenar el núcleo duro. Cristina salió, entonces, urgida a contener pérdidas propias.
En cualquier caso, la jefatura del oficialismo dejó en claro que la indignación generalizada desequilibró el balance inestable entre miedo y frustración para el que todos los actores políticos habían diseñado sus estrategias.
Para Cristina, la alternancia democrática es una degradación formal de la legitimidad. La condición de mayoría no nace del voto.
El cambio de emoción dominante en la escena electoral tiene consecuencias generales. En un primer nivel, puede afectar la participación. Si la indignación se impregna de un sesgo antipolítico, el oficialismo podría beneficiarse con el aumento de la abstención. Sólo su base política tiene garantías de movilización incentivada por el aparato estatal. La oposición apuesta a que la bronca se canalice en el voto. Y a que el voto útil se exprese de inmediato en las primarias, donde la favorece la multiplicidad de opciones competitivas.
En un segundo nivel, impacta en los ejes discursivos de la campaña. Cristina se abrazó a la idea que lanzó con su lista única para el electorado bonaerense. Fue un reflejo doblemente nostálgico. El discurso de campaña sobre la vida que queremos los argentinos ya era una promesa borgeana que aseguraba tener todo el pasado por el delante. Envejeció otra vez tras el escándalo de Olivos.
Rodríguez Larreta y Vidal habían diseñado una oferta sin Macri y sin los referentes de los indignados del año del banderazo. También allí los festejos de Olivos obligaron a un replanteo. Cuando no hay grieta en la indignación, pierde valor la neutralidad
Hay también un nivel institucional donde el cambio de emoción social dominante empieza a provocar efectos. Cristina resolvió acelerar los tiempos de la reforma judicial. La vida que ella quiere. Impulsa que sus diputados devalúen antes de las primarias el requisito de dos tercios para designar Procurador General.
Y hay un nivel sistémico. Forzada por el escándalo, Cristina le escamoteó el micrófono al Presidente para precisar una idea que éste intentaba redondear sin éxito. Esa idea es el núcleo de su pensamiento político: la hegemonía de gobiernos sucesivos de un mismo signo es la consecuencia de una concepción de mayorías y minorías desobligada del voto.
Para Cristina, la alternancia democrática es una degradación formal de la legitimidad. La condición de mayoría no nace del voto. De allí su contradicción: ¿Macri ganó con votos pero siempre fue minoría? Para Cristina, la condición mayoritaria es coincidencia ideológica. Si no unánime, al menos hegemónica. Para su concepción del poder, la legitimidad sólo es sustantiva.
Alimentaba en silencio esa corrosión autoritaria cuando vino Fabiola Yáñez a soplar las velitas.
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