Daños colaterales
De hundirse el sistema bancario, quedarían en la calle no sólo miles de empleados bancarios, sino también de otros sectores financieros afines.
Desde hace muchos años, una coalición abigarrada de políticos e intelectuales, estimulados por distintos voceros eclesiásticos, ha estado librando una especie de guerra santa contra las finanzas que, por motivos en el fondo ideológicos, cuando no teológicos, cree son intrínsecamente malignas. Tan intensa ha sido su hostilidad hacia dicha actividad, que en los días que siguieron al «default» algunos no vacilaron en manifestar su esperanza piadosa de que pronto se iniciara la caída en cascada de los bancos extranjeros que operan en el país, dando a entender que en su opinión el colapso serviría para que por fin «la producción» recuperara su protagonismo perdido. Así las cosas, sería de suponer que muchos dirigentes estarían festejando el achique de la tantas veces denostada «patria financiera» que ya está en marcha y que con toda seguridad será muy drástico, pero no es demasiado probable que lo hagan porque, además de significar la destrucción de los ahorros de varias generaciones, también ocasionará la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo. Según parece, nunca se les había ocurrido a los resueltos a encarcelar o expulsar a los banqueros locales y extranjeros que una hecatombe financiera tendría secuelas dolorosísimas para muchos trabajadores.
De hundirse por completo el sistema bancario, se quedaría en la calle no sólo una proporción importante de los más de cien mil empleados bancarios, sino también una cantidad similar de otros que dependen de otros sectores financieros como las empresas de seguros, las AFJP y así por el estilo. Puede que desde el punto de vista de izquierdistas y de tradicionalistas el protagonismo actual de las finanzas sea un fenómeno antipático y amoral, pero sucede que en todas las economías modernas entidades como los bancos y las consultoras cumplen funciones tan fundamentales, que a menudo aportan más a los ingresos nacionales que la mayoría de las fábricas. Mal que les pese a los partidarios de actividades a su juicio más valiosas y a los lobbistas de los «productivos», en países como Estados Unidos y el Reino Unido los «servicios», sobre todo los financieros, pesan mucho más que la industria o la agricultura, de suerte que sería difícil subestimar los costos de todo tipo que tendremos que pagar por el triunfo aplastante de los enemigos de «la banca» que, en nuestro país por lo menos, parece estar por derrotarla por completo.
Por tratarse de actividades propias no sólo de especuladores multimillonarios sino también de empleados capacitados de clase media, no cabe duda de que el derrumbe del sector financiero tendrá consecuencias nefastas. Incidirá profundamente en la vida social, económica, política e incluso cultural del país al depauperar a otra franja de la clase media, obligando a sus integrantes a optar entre intentar emigrar y resignarse a sobrevivir lo mejor que puedan. Puesto que a un empleado bancario o a otro especialista financiero no le resultará nada fácil reciclarse en «nuevo pobre», la virtual eliminación del sector agregará un nuevo ingrediente a la mezcla explosiva que está preparándose.
De más está decir que el éxito de la campaña contra las finanzas de los moralistas no ha ayudado en absoluto a las empresas «productivas» de la «economía real». Por el contrario, al ser privadas de la posibilidad de acceder al crédito, muchas se han visto condenadas a la bancarrota. Tampoco ha contribuido a impulsar las exportaciones. A pesar de que a partir de una devaluación «asimétrica» desastrosa el nivel en dólares de los salarios haya sido miserable y por lo tanto muy «competitivo», exportar sin poder aprovechar los mecanismos financieros imprescindibles es imposible. Así, pues, a raíz de las obsesiones ideológicas de un conjunto influyente de dirigentes políticos, intelectuales y clérigos, el país se las ha ingeniado para mutilarse a sí mismo, amputando una parte tan esencial de la economía que otros sectores, supuestamente más dignos, se han paralizado. Reparar los daños provocados de este modo será sumamente difícil, pero hasta que el país haya conseguido dotarse de un sector financiero que sea fuerte, flexible, vigoroso y confiable, no tendrá ninguna posibilidad de iniciar la tarea hercúlea de recuperar el terreno perdido desde mediados de los años noventa del siglo pasado.
Desde hace muchos años, una coalición abigarrada de políticos e intelectuales, estimulados por distintos voceros eclesiásticos, ha estado librando una especie de guerra santa contra las finanzas que, por motivos en el fondo ideológicos, cuando no teológicos, cree son intrínsecamente malignas. Tan intensa ha sido su hostilidad hacia dicha actividad, que en los días que siguieron al "default" algunos no vacilaron en manifestar su esperanza piadosa de que pronto se iniciara la caída en cascada de los bancos extranjeros que operan en el país, dando a entender que en su opinión el colapso serviría para que por fin "la producción" recuperara su protagonismo perdido. Así las cosas, sería de suponer que muchos dirigentes estarían festejando el achique de la tantas veces denostada "patria financiera" que ya está en marcha y que con toda seguridad será muy drástico, pero no es demasiado probable que lo hagan porque, además de significar la destrucción de los ahorros de varias generaciones, también ocasionará la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo. Según parece, nunca se les había ocurrido a los resueltos a encarcelar o expulsar a los banqueros locales y extranjeros que una hecatombe financiera tendría secuelas dolorosísimas para muchos trabajadores.
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