Del mismo palo
Losada actúa como su jefe, el presidente, quien descalificó por absurdas las denuncias iniciales sobre sobornos.
Como el ex vicepresidente Carlos «Chacho» Alvarez ya sabrá muy bien, luchar en serio contra la corrupción es una tarea sumamente difícil. Por ser cuestión de un mal profundamente arraigado, los deseosos de extirparla tienen que enfrentarse no sólo con los delincuentes impúdicos que no hacen esfuerzo alguno por ocultar sus riquezas recién adquiridas, sino también con miles de políticos y funcionarios presuntamente honestos que parecen haberse convencido de que cualquier remedio sería peor que la enfermedad y que en consecuencia hacen cuanto pueden por impedir la puesta en marcha de un operativo manos limpias local. Quienes piensan de este modo se han pertrechado de un arsenal lleno de argumentos a primera vista razonables destinados a hacer pensar que es irresponsable prestar demasiada atención a las costumbres de una minoría de malhechores. Señalan que es injusto formular acusaciones sin contar con pruebas firmes, que todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario, que siempre es necesario que la Justicia tenga la última palabra y que de todos modos no se debe generalizar porque, al fin y al cabo, no todos los políticos son iguales.
Es ésta la actitud del reemplazante de Alvarez como presidente provisional del Senado y por lo tanto virtual vicepresidente de la República, Mario Losada. Lo mismo que el presidente Fernando de la Rúa y el ex presidente Raúl Alfonsín, quiere combatir la corrupción -¿quién no se dice dispuesto a hacerlo?- pero prefiere avanzar con cautela, motivo por el cual no tardó en criticar al frepasista por «generalizar las denuncias» sobre los sobornos en el Senado. Según Losada, Alvarez se equivocó: «Si había episodios determinados había que plantearlos concretamente», o sea, el buen cruzado anticorrupción no puede permitirse impresionar por fuertes sospechas y rumores, sino que debería esperar a que se produzca evidencia tan conclusiva que no habría forma de pasarla por alto. Se trata de un error que Losada no se propone reeditar: es del mismo palo que su jefe, el presidente, el cual, no lo olvidemos, descalificó por «absurdas» las denuncias iniciales sobre los sobornos, acaso por entender que el escándalo que se desataba le resultaría muy costoso a raíz de su falta de interés en emprender una campaña vigorosa contra «la vieja política» de la cual él mismo es uno de los productos más respetables.
Para los corruptos, los planteos que habitualmente formulan Losada, De la Rúa y los muchos otros que por los motivos que fueran quisieran dejar las cosas como están constituyen una línea de defensa casi inexpugnables. Con escasas excepciones, los corruptos son auténticos expertos en el arte de no dejar huellas, de suerte que a los interesados en averiguar el origen de las fortunas que han sabido amontonar no les es fácil encontrar pruebas capaces de hacer cambiar de opinión a los decididos a confiar en su honorabilidad. Asimismo, quienes piensan como Losada -y De la Rúa- dan por descontado que la corrupción es un fenómeno que se limita a personas determinadas, de manera que no puede ser atribuida a instituciones como el Senado, a pesar de que existan buenos motivos para creer que éste dista de ser el caso, que no se trata de los «excesos» de un puñado de malos sino de la conducta de la mayoría de los vinculados con la política.
Durante el Proceso, los voceros militares también insistieron en que era muy injusto generalizar, que siempre sería necesario distinguir entre las Fuerzas Armadas como instituciones por un lado y lo que efectivamente hacían sus integrantes de carne y hueso por el otro. Sin embargo, la cantidad de violaciones a los derechos humanos perpetradas por militares resultó ser tan grande, que la distinción teórica que reivindicaban los defensores de «las instituciones» carecía de sentido. Puesto que en los años últimos se han producido tantos casos de corrupción y es lógico suponer que muchos políticos que se consideran honestos han estado al tanto de lo que sucedía sin reaccionar por motivos de solidaridad corporativa, generalizar es perfectamente legítimo. Después de todo, ¿cuál sería la proporción de corruptos que nos permitiría hablar mal de una legislatura? ¿El cinco por ciento? ¿El veinte? O, como a menudo parecen creer los preocupados por el desprestigio de las instituciones, ¿el ciento por ciento?
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