Desarrollos solidarios

El secretario general de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, Yvo de Boer, confió en que la cumbre que comenzó en Copenhague sea «un punto de inflexión» en la evolución del clima, en tanto que el papa Benedicto XVI se refirió a ella señalando que el mundo entero precisa de un accionar solidario y mancomunado que le permita salir de una profunda crisis ecológica, lo que supone e implica un desarrollo solidario que respete la naturaleza.

Esta premisa genera una concepción y una sensibilidad social apropiada que considera definitivamente inaceptable un desarrollo económico reñido con la ecología, sólo orientado hacia la economía y lo financiero, así como consumos dirigidos por una publicidad generadora de necesidades tantas veces ficticias.

Así, entonces, para revisar nuestras estructuras económicas y sociales con una perspectiva ambiental razonable hay que prevenirse frente a soluciones teórico-técnicas nada ponderadas y parejamente fracasadas en catálogos de ilusiones que sólo enriquecen ilícitamente a unos pocos con el ahorro y el empobrecimiento ficto, automático y simultáneo de todos.

Esto ha roto la confianza, inhibido los impulsos vitales y expropiado todo entusiasmo. Al afrontar estas cuestiones decisivas hemos de precisar, por un lado, que la lógica de posiciones dominantes no excluye la ecología ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio a la ecología y al principio de solidaridad como expresión de confraternidad.

Si hubiera confianza recíproca y generalizada, el mercado sería la institución económica que favorecería y facilitaría el encuentro entre las personas como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo responsable para satisfacer sus necesidades y sobrias aspiraciones legítimas.

El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación cuántica entre dar y recibir, pero así la enemistad entre comercio y ambiente se incrementó pavorosamente.

No obstante, la Doctrina Social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio sino también por la trama de relaciones desiguales en que se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian sin reparar en la trazabilidad ecológica de los mismos, no llega a producir la cohesión social y una sustentabilidad imprescindible que se necesita para su buen funcionamiento.

Así las cosas, sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no pudo, no puede ni podrá cumplir plenamente su propia función económica prometida razonable y humanamente.

La reciente crisis mundial revela que hoy, precisamente, esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.

El propio sistema tradicional económico se habría aventajado con la práctica generalizada de la justicia, pues los primeros beneficiarios del desarrollo de los países pobres hubieran sido los países ricos.

No se trata sólo de remediar el pésimo funcionamiento con las ayudas y enunciados de naciones poderosas y organismos internacionales. No se debe considerar a los pobres como un «fardo» sino como una riqueza incluso desde el punto de vista estrictamente económico.

Hay que considerar equivocada la visión de quienes piensan que la economía de mercado tiene necesidad estructural de una cuota de pobreza, de deterioro ambiental y de subdesarrollo para funcionar.

Ya sabemos que tanto el capitalismo como el marxismo prometieron encontrar el camino para la creación de estructuras justas y todas estas promesas ideológicas se han demostrado falsas con tristísimas herencias de destrucciones ecológicas, económicas, desigualdad y degradación de la dignidad personal.

De tal modo, no cabía esperar que la actividad económica y financiera pudiera resolver todos los problemas sociales sólo ampliando más y más las lógicas mercantiles y financieras.

La actividad económica debe estar ordenada y asegurar la consecución del bien común, objetivo de responsabilidad primera de toda la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que escindir la gestión económico-financiera -a la que correspondería únicamente producir riqueza- de una prudente gestión ambiental y de una concreta y determinada acción política es un error de inconmensurables consecuencias.

Un desarrollo solidario global no debe ignorar el riesgo de quienes han convertido el lucro en valor supremo ni postergar una educación, una formación y una capacitación solidarias más amigas del ambiente y propias de la nobleza fraterna del linaje solidario.

(*) Docente e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba


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