“El colmo de la estupidez”
Creo que las guerras son provocadas por hombres que están ciegos por el poder, la codicia y la ambición desmedida. Estas personas que son demasiado poderosas se juntan con otras con demasiado dinero, luego empiezan a tener diferencias con las de otros países y terminan arreglando sus problemas con guerras, como viene sucediendo a través de los siglos: son el colmo de la estupidez. Y por los antojos y negociados de unos pocos mueren millones. Un claro ejemplo fue la Primera Guerra Mundial, provocada por al muerte del archiduque Francisco Fernando en manos de un estudiante serbio. Esa fue la excusa para iniciar un conflicto en el que murieron 12 millones de personas. Estaba leyendo acontecimientos sobre las últimas guerras y recordé algo que me había llamado muchísimo la atención tiempo atrás y fue este hecho milagroso, pocas veces ocurrido en la historia de la humanidad, que aconteció en la víspera de la Navidad de 1914. Parece que alguien en el alto mando alemán tuvo la linda y maravillosa idea de que enviaran al frente de batalla arbolitos de navidad. Entonces, los soldados del frente de trinchera los armaron, les colocaron luces y cantaban los villancicos de navidad (“noche de paz”, en alemán). Esto era escuchado y parcialmente visto por los ingleses que estaban frente a ellos, a veces, a escasos 50 metros. Los ingleses aplaudieron, respondieron y se pusieron a cantar lo mismo, pero en inglés; después hubo intercambio de saludos, palabras de Navidad y alguien se asomó de un lado, después del otro, alguien caminó, fue al encuentro con el que horas antes se estaba tiroteando y matando y se encontraron en son de paz. Ya cara a cara, comenzaron los saludos y diálogos, intercambiando regalos, y apareció una pelota y hubo un partido de fútbol, en el que ganaron los alemanes 3 a 2. Esa tregua se extendió por varias trincheras y duró hasta fin de año y en algún frente, dicen algunas historias, se prolongó hasta febrero. Esta tregua de Navidad, genial hecho de coherencia, se intentó ocultar, pero por suerte quedaron fotos y testimonios de este acto milagroso. Inclusive, el último testigo de este ejemplo de paz, llamado Alfred Anderson, murió en Escocia a los 109 años. Este hecho llegó a oídos de los generales de ambos mandos, que se escandalizaron. Claro, ellos estaban lejos de tiros, de explosiones, del frío y del hambre: así es fácil escandalizarse. Lamentablemente, luego de una semana de tregua, llegó un oficial de alto rango y presionó para que los soldados regresaran a sus trincheras. Supongo que les dijo algo así como “hay que combatir al enemigo”. A este torpe yo le diría: por qué no les dijo a los soldados “tienen que matarse y mutilarse mutuamente por antojo de alguien, sin justificativo”. La cuestión es que los soldados regresaron a sus trincheras y se logró que al poco tiempo empezaran a matarse y mutilarse mutuamente. Esta vez, por tiempo breve, había triunfado la paz y la coherencia, dejando de lado la ambición de unos pocos, llenos de poder y ciegos de codicia, desconocedores del dolor que se sufre en la guerra y, por no experimentarlo en carne propia, iniciaron esta estupidez en la que murieron 12 millones de personas. Muchos quedaron mutilados, miles de familias destruidas y Europa en ruinas. En esta tregua de Navidad, que duró tan poco, perdieron brevemente los caprichos de los hombres insensibles y, lamentablemente, no surgió alguien con la iniciativa de decir “¿por qué nos estamos matando?” y de dialogar y pensar que todo era una incoherencia. Ya que muchos estaban confraternizando, era posible detener la guerra, porque si para provocarla hacen falta unos pocos, también es probable que unos pocos la detengan. Si no, fíjense lo que pasó en 1914 en la maravillosa pero breve tregua de Navidad . Me parece que las guerras que tenemos en forma permanente son porque el poder, la mayoría de las veces, está demasiado concentrado en un solo hombre, ya sea político o empresarial, con ambición, que da paso a esa locura, al egoísmo y a otras cosas que hacen que a veces los humanos que dominan manden a matarse entre sí a los hombres inocentes. Sería bueno –ojalá– que este genial ejemplo que ocurrió en Navidad sea tomado con mayor seriedad. Aun hoy en día, porque si bien fue hace mucho tiempo, se pudo comprobar que la estupidez continúa. Si no, fíjense la siguiente guerra, iniciada en 1939: murieron 60 millones. Horacio Marcote DNI 11.233.956 Neuquén
Horacio Marcote DNI 11.233.956 Neuquén
Creo que las guerras son provocadas por hombres que están ciegos por el poder, la codicia y la ambición desmedida. Estas personas que son demasiado poderosas se juntan con otras con demasiado dinero, luego empiezan a tener diferencias con las de otros países y terminan arreglando sus problemas con guerras, como viene sucediendo a través de los siglos: son el colmo de la estupidez. Y por los antojos y negociados de unos pocos mueren millones. Un claro ejemplo fue la Primera Guerra Mundial, provocada por al muerte del archiduque Francisco Fernando en manos de un estudiante serbio. Esa fue la excusa para iniciar un conflicto en el que murieron 12 millones de personas. Estaba leyendo acontecimientos sobre las últimas guerras y recordé algo que me había llamado muchísimo la atención tiempo atrás y fue este hecho milagroso, pocas veces ocurrido en la historia de la humanidad, que aconteció en la víspera de la Navidad de 1914. Parece que alguien en el alto mando alemán tuvo la linda y maravillosa idea de que enviaran al frente de batalla arbolitos de navidad. Entonces, los soldados del frente de trinchera los armaron, les colocaron luces y cantaban los villancicos de navidad (“noche de paz”, en alemán). Esto era escuchado y parcialmente visto por los ingleses que estaban frente a ellos, a veces, a escasos 50 metros. Los ingleses aplaudieron, respondieron y se pusieron a cantar lo mismo, pero en inglés; después hubo intercambio de saludos, palabras de Navidad y alguien se asomó de un lado, después del otro, alguien caminó, fue al encuentro con el que horas antes se estaba tiroteando y matando y se encontraron en son de paz. Ya cara a cara, comenzaron los saludos y diálogos, intercambiando regalos, y apareció una pelota y hubo un partido de fútbol, en el que ganaron los alemanes 3 a 2. Esa tregua se extendió por varias trincheras y duró hasta fin de año y en algún frente, dicen algunas historias, se prolongó hasta febrero. Esta tregua de Navidad, genial hecho de coherencia, se intentó ocultar, pero por suerte quedaron fotos y testimonios de este acto milagroso. Inclusive, el último testigo de este ejemplo de paz, llamado Alfred Anderson, murió en Escocia a los 109 años. Este hecho llegó a oídos de los generales de ambos mandos, que se escandalizaron. Claro, ellos estaban lejos de tiros, de explosiones, del frío y del hambre: así es fácil escandalizarse. Lamentablemente, luego de una semana de tregua, llegó un oficial de alto rango y presionó para que los soldados regresaran a sus trincheras. Supongo que les dijo algo así como “hay que combatir al enemigo”. A este torpe yo le diría: por qué no les dijo a los soldados “tienen que matarse y mutilarse mutuamente por antojo de alguien, sin justificativo”. La cuestión es que los soldados regresaron a sus trincheras y se logró que al poco tiempo empezaran a matarse y mutilarse mutuamente. Esta vez, por tiempo breve, había triunfado la paz y la coherencia, dejando de lado la ambición de unos pocos, llenos de poder y ciegos de codicia, desconocedores del dolor que se sufre en la guerra y, por no experimentarlo en carne propia, iniciaron esta estupidez en la que murieron 12 millones de personas. Muchos quedaron mutilados, miles de familias destruidas y Europa en ruinas. En esta tregua de Navidad, que duró tan poco, perdieron brevemente los caprichos de los hombres insensibles y, lamentablemente, no surgió alguien con la iniciativa de decir “¿por qué nos estamos matando?” y de dialogar y pensar que todo era una incoherencia. Ya que muchos estaban confraternizando, era posible detener la guerra, porque si para provocarla hacen falta unos pocos, también es probable que unos pocos la detengan. Si no, fíjense lo que pasó en 1914 en la maravillosa pero breve tregua de Navidad . Me parece que las guerras que tenemos en forma permanente son porque el poder, la mayoría de las veces, está demasiado concentrado en un solo hombre, ya sea político o empresarial, con ambición, que da paso a esa locura, al egoísmo y a otras cosas que hacen que a veces los humanos que dominan manden a matarse entre sí a los hombres inocentes. Sería bueno –ojalá– que este genial ejemplo que ocurrió en Navidad sea tomado con mayor seriedad. Aun hoy en día, porque si bien fue hace mucho tiempo, se pudo comprobar que la estupidez continúa. Si no, fíjense la siguiente guerra, iniciada en 1939: murieron 60 millones. Horacio Marcote DNI 11.233.956 Neuquén
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