El síndrome de Hubris

En un reciente programa televisivo, el periodista Nelson Castro recomendó a la presidenta Cristina Fernández cuidarse del “síndrome de Hubris”, que definió como “una enfermedad del poder que hace estragos”. Si bien no ha sido recogido en los libros de medicina, el síndrome ha sido descripto en múltiples novelas y ensayos históricos. Entre los más recientes hay dos ensayos del neurólogo y ex primer ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido David Owen, escrito uno en el 2008 bajo el título “La enfermedad en el poder” y otro en el 2009, “Hubris syndrome” (“Un estudio de los presidentes de Estados Unidos y los primeros ministros del Reino Unido en los últimos 100 años”). La palabra griega hubris (o hibris) puede traducirse por el término español “soberbia”, pero tiene un añadido vinculado con el exceso o desvarío que se produce en las alturas del poder. Sería una forma de locura leve que asalta a personas normales que de pronto se ven situadas en un ambiente más elevado, rodeadas de una nube de adulones que los llevan al convencimiento de que son seres extraordinarios, superiores a los demás mortales. En esta atmósfera despliegan sin recato alguno los rasgos más ocultos de su personalidad. Un ejemplo relativamente reciente lo protagonizó el expresidente de Ecuador José Abdalá Bucaram, quien empezó su mandato aplicando medidas de hondo contenido social pero a medida que obtuvo mayor popularidad comenzó a adoptar comportamientos extravagantes. Uno de ellos consistía en someter a los ecuatorianos a una “cadena nacional” televisiva en la que ofrecía interminables sesiones de karaoke. Finalmente, en febrero de 1997, Bucaram terminó siendo destituido por el Congreso bajo el cargo de “incapacidad mental”. El síntoma más característico del síndrome, entre otros muchos, consiste en la propensión narcisista a ver el mundo como un escenario donde se desarrolla un drama en el que se asume el rol de héroe principal. Liderando una misión histórica, el presidente debe hacer frente a enemigos enceguecidos por el odio y la envidia que hacen todo lo posible por impedir su éxito. De allí la preocupación desmedida por la imagen, la tendencia a comentar los asuntos de un modo mayestático, las constantes anécdotas autorreferenciales, un exceso de confianza en el propio juicio, la impulsividad y una pérdida paulatina del sentido de la realidad. Ahora bien, si indudablemente estamos frente a características hondamente arraigadas en la naturaleza humana, la pregunta que cabe formular a continuación es si existen medios adecuados para atenuar o evitar tales excesos. La respuesta no la ofrece la medicina sino la política. Son justamente las instituciones, es decir una serie de mecanismos y fórmulas inventadas por el hombre, las que persiguen el objetivo de contener, limitar o desvitalizar el poder. La división tripartita del poder ideada por Montesquieu y el sistema de “checks and balances” pensada por los constitucionalistas norteamericanos son ejemplos de diseños institucionales dirigidos a conseguir este objetivo. La historia política de Argentina es una muestra elocuente de la debilidad de nuestro tejido institucional para contener la hubris de nuestros gobernantes. Como nuestro tema es la institucionalidad, lógicamente queda fuera de toda consideración el fenómeno de las brutales dictaduras militares. Pero desde Juan Manuel de Rosas, que recibió “la suma del poder público”, pasando por el Perón del “cinco por uno” hasta llegar al Menem de “las relaciones carnales” o a la Cristina del “vamos por todo”, existe una línea continua que marca que los gobiernos personalistas incurren invariablemente en excesos inaceptables desde la racionalidad política. En nuestra opinión, y sin ignorar la importancia de la huella cultural (el habitus), la responsabilidad mayor hay que asignársela al sistema presidencialista en la versión criolla de un presidencialismo constitucionalmente reforzado. Es tanto el poder que el presidente ha sabido acumular históricamente, por la vía formal o por las vías de hecho, que se ha terminado dando a luz una verdadera monarquía presidencial. En ese contexto, salen a relucir las peores manifestaciones de la condición humana. Al igual que acontecía con las monarquías absolutas, se va conformando una casta de funcionarios obsecuentes, donde algunos ejercen el rol de “válidos” de la reina y otros adoptan el rol menos honorable de simples bufones de la corte. Ese ambiente es poco apto para la crítica y la autocrítica y los cerebros se van aletargando lentamente. Pasó con el primer y el segundo peronismo, aconteció con Menem y ahora el espectáculo se ha venido repitiendo en este decenio de presidencialismo morganático. Resulta difícil atribuirlo simplemente a la mala fortuna. Como dicen los estrategas, una vez es casualidad, dos es coincidencia, tres es una acción enemiga. En nuestro caso el responsable es claramente un destartalado modelo institucional que lleva 160 años sin pasar por la revisión técnica.

Aleardo F. Laría


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