En Argentina ningún presidente se retira

Juan Domingo Perón

El temor a la anarquía hizo que Juan Bautista Alberdi pensara en un presidente fuerte como conjuro. La presidencia argentina, establecida en la Constitución de 1853, fue diseñada con ese propósito. Alberdi sostuvo que los nuevos Estados de la América antes española necesitaban “reyes con el nombre de presidentes”. Resulta conocido, por cierto, que tuvo más en mente como modelo la república conservadora chilena de Diego Portales que el ejemplo de la presidencia norteamericana. Sin embargo, puso un límite a ese poder casi omnímodo otorgado a nuestro presidente. A los seis años, cuando concluía el mandato fijado por la Constitución, debía volverse a su casa. Así quedaba conjurado su otro temor: la tiranía. Este límite tan claro es el que casi ninguno de los presidentes argentinos, a lo largo de nuestra historia política, ha sabido aceptar. Doy un ejemplo. Ya en 1905, en su libro “Enfermedades de la política argentina”, Rodolfo Moreno hablaba del fenómeno de la patada histórica. Como los presidentes no podían ser reelegidos se convertían en electores e imponían un sucesor. Se buscaba, claro está, a alguien débil, dócil, para poder condicionarlo y seguir ejerciendo el poder. Los ejemplos son muchos. Un caso es el de Roca imponiendo a su concuñado Juárez Celman. La historia, casi siempre, terminaba mal. Si quería tener su propia presidencia, el elegido debía romper con su elector. Esto, llamado “la patada histórica”, fue lo que sucedió con Juárez Celman. Un caso distinto fue el del presidente radical Marcelo T. de Alvear, que nunca se decidió a romper con su elector: Hipólito Yrigoyen. Por eso toda su presidencia, más allá de sus logros, estuvo signada por la sombra del caudillo radical. Como anécdota puede contarse que durante los primeros meses del gobierno de Alvear, incluso, Yrigoyen siguió reuniendo a su gabinete y tomando decisiones. En la década de 1880 fue significativo cómo se exaltaron las figuras de Sarmiento y de Mitre, dos expresidentes. Pero el objetivo concreto fue, precisamente, sacarlos de la contienda política de todos los días. Si éstos eran elevados a la categoría de próceres era imposible discutirlos, pero tampoco podían ser tenidos en cuenta a la hora del trasiego político. Por lo tanto, no había retiros voluntarios de la política. Siempre se intentaba seguir. A veces se perdía el poder a manos de un sucesor y a veces era la vida misma la que se apagaba, dando por concluida una trayectoria. Un ejemplo muy interesante es que a principios de la década de 1940 mueren sucesivamente Marcelo T. de Alvear y Agustín P. Justo. Los dos se proponían presidir nuevamente la república, a partir de 1944. La desaparición de éstos abrió el camino a la emergencia del hasta ese momento ignoto coronel Perón. El caso de Figueroa Alcorta puede ser considerado una excepción. Si bien se decidió a terminar con la hegemonía roquista en el Congreso, dejó abierto el camino hacia adelante, lo que permitió que en 1910 llegara a la presidencia el reformista Roque Sáenz Peña. Figueroa Alcorta integraría la Corte Suprema de Justicia a partir de 1915. Roca, empero, nunca quiso ni supo retirarse. Quisiera citar una carta de éste dirigida a su querido Eduardo Wilde, ministro en Madrid, del 8 de julio de 1913: “¿Qué es de mi vida? Hago, mi querido doctor, lo que hace usted: vivir sobre las cenizas de nuestras cosas muertas, sin el recurso de una pasión absorbente o de una vanidad intensa, de esas que animan a algunos hombres viejos, que viven y mueren contentos de sí mismos y a quienes la muerte sorprende en ese estado inconsciente de beatitud. ¡Cuánto misterio! ”A ti, que eres profundo analizador del alma humana y gran filósofo, puedo hacerte la pregunta que se vienen haciendo los hombres desde que la humanidad existe: ¿qué es la vida? ¿Qué pensarán de ella Romanones, Maura o Melquíades Álvarez?”. Y se despedía, después de señalar que en la Argentina del éxito económico y del hervidero democrático ellos eran ahora “el antiguo régimen”: “Yo me voy esta noche a La Larga –una de sus estancias–, a hundirme en el silencio y la soledad de La Pampa. Feliz tú, que puedes hacerte una Pampa en tu escritorio”. El político no disponía de recursos intelectuales con los que distraerse. Al final de su vida sólo lo esperaba el desierto. A partir de 1930, los golpes de Estado y las diferentes crisis institucionales concluyeron con los mandatos de varios presidentes. Esto imposibilitó que se enfrentaran a la decisión del retiro. Los casos de Frondizi y de Illia son buenos ejemplos de esto. En el caso de Perón, qué duda cabe de que nunca abandonó la política. Durante su extenso exilio político se dedicó a enhebrar ese tejido de relaciones y de alianzas que lo devolvió al poder en 1973. Lo mismo sucedió con Alfonsín aunque, en su caso, nunca recuperó el protagonismo de un papel principal. Eso no impidió que hasta último momento siguiera controlando su partido, digitando candidaturas e impidiendo que surgiera un heredero. Si él había tenido la osadía de enfrentar a su mentor, Ricardo Balbín, no tuvo a su vez la generosidad de permitir que alguien lo sucediera. Los presidentes argentinos no tienen herederos. La reforma constitucional de 1994, para concluir, tuvo como uno de sus propósitos atenuar el presidencialismo. Pero, al permitir la reelección del presidente por un segundo período, precisamente, se quitó el único límite que había imaginado Alberdi para ese poder casi omnímodo. Así, la posibilidad de ser reelecto por un período más no trajo aparejado que ahora sí se respetara el nuevo límite establecido. Fue el caso de Menem, que no se conformó con un segundo período e intentó conseguir un tercero. A los Kirchner se les ocurrió la alternancia conyugal en el poder. De esta forma podían sortear el límite de los dos períodos. Sólo la prematura muerte de Néstor Kirchner puso fin a ese proyecto. Después de los últimos resultados electorales está claro que CFK no podrá conseguir un tercer mandato, mediante una nueva reforma de la Constitución. Sólo queda por saber si conseguirá imponer un sucesor, imaginando volver al poder en un futuro no lejano, o si deberá seguir el camino del desierto, a la manera de Roca, en el final de su vida política. Lo segundo parece más probable. Tal vez, eso sí, se haga menos preguntas que éste a la hora de marcharse a El Calafate. (*) Docente universitario. Magíster en Historia

Marcelo Padoan (*)


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