En el banquillo

Es legítimo que los dictadores sean juzgados por lo que hicieron, sin que el apoyo que tuvieron sea atenuante.

Si bien los jueces no lo aclararon, cuando la Corte Suprema chilena decidió quitarle los fueros especiales a Augusto Pinochet, en efecto acusaban no sólo al ex presidente de facto sino también a todos aquellos que colaboraron con él -entre ellos muchos jueces-, de haber sido cómplices de crímenes de lesa humanidad que no pueden tolerarse en una sociedad civilizada. Por supuesto, son muy pocos los dispuestos a entenderlo. Tanto en Chile como en los muchos otros países que han experimentado un período de gobierno dictatorial es habitual que la mayoría hable y actúe como si los delitos perpetrados fueran obra de una minoría muy pequeña a la que, de haberlo sabido a tiempo, los demás hubieran denunciado con indignación. Se trata de una ficción acaso necesaria pero no por eso menos engañosa, porque la verdad es que son pocos los dictadores que en algún momento no han disfrutado del apoyo de una proporción importante de sus compatriotas. De lo contrario, los movimientos golpistas que encabezaban se hubieran desplomado en cuestión de horas en medio del estupor de una ciudadanía asombrada por la prepotencia de quienes aspiraban a «salvarla».

Puede que exagerara el francés ultramontano Joseph de Maistre al afirmar que «toda nación tiene el gobierno que merece», pero no lo hacía por mucho. Las tiranías que florecieron tan profusamente en América Latina hasta hace muy poco fueron obras colectivas, productos naturales de las sociedades de la región, y no nos convendría olvidarlo antes de que todos los elementos que las alimentaron hayan sido eliminados de la cultura política. Aunque los países más significantes del Cono Sur parecen haberse curado del mal, todos siguen en estado de convalecencia y tienen que mantenerse alertas por si se manifiestan pródromos que podrían prenunciar una recaída. Estos no necesariamente serían tan fácilmente reconocibles como los síntomas tradicionales. Aquí por lo menos las versiones esporádicas sobre «inquietud militar» no parecen tener significancia alguna. Antes bien, se trataría del repudio de la política como tal, y no meramente de ciertos políticos determinados, o de la sensación de que los problemas son demasiados grandes para ser solucionados o atenuados en el marco de las instituciones democráticas.

Asimismo, aunque por ahora es escaso el peligro del resurgimiento del autoritarismo antidemocrático de otros tiempos, la falta de compromiso de amplios sectores amenaza con debilitar las instituciones para que el país sólo logre funcionar a medias. La propensión de muchos dirigentes políticos a tomar su quehacer por una actividad autónoma, sirviéndose del poder que les presta en lugar de servirlo, está contribuyendo mucho a sembrar «malhumor» y «desaliento» entre la población. Puede que la irresponsabilidad así supuesta no redunde en ninguna tragedia comparable con aquéllas de dos décadas atrás, pero la aparente incapacidad de los dirigentes para llevar a cabo las reformas exigidas por las circunstancias significa que el futuro de millones de sus compatriotas será más estrecho de lo que podría ser si contáramos con movimientos políticos más interesados en preparar el país para los desafíos que lo aguardan, que en defender el poder ya adquirido y en repartir culpas por la situación imperante.

Por fortuna, Chile ya no es el país en el que amplios sectores se entregaron a Pinochet a sabiendas de lo que podría suceder después, mientras que la Argentina ha cambiado muchísimo desde mediados de los años setenta, cuando un régimen militar era considerado la alternativa lógica al caos desatado por «los políticos civiles». Pero aunque los dictadores llegaron al poder no tanto por sus propias maniobras cuanto porque muchos compatriotas influyentes lo reclamaban, es legítimo que sean enjuiciados por lo que hicieron sin que la aprobación pasajera de los demás sea considerada un atenuante. Es deber de los dirigentes políticos -y en la América Latina de una generación atrás los jefes militares lo eran- saber resistirse a las presiones sociales cuando ceder ante ellas presupondría la voluntad de delinquir, principio básico que, obvio es decirlo, muchos civiles son igualmente propensos a despreciar.


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