La apuesta del papa argentino

Empresarios, comerciantes, políticos en apuros, fashionistas seguidoras de la moda, de cualquier moda, académicos y hasta ciertos creadores artísticos coinciden en que hay que modernizarse, evolucionar, mantenerse el día, ya que quienes no logran hacerlo terminarán depositados en el basural de la historia. Los así convencidos acaban de incorporar a sus filas al hombre que, en buena lógica, debería liderar a los reaccionarios que se niegan a dejarse engañar por las ilusiones generadas por el progreso material. Se trata del papa Francisco, nada menos. Como jefe de una gran institución religiosa que se basa en una interpretación forzosamente anticuada y, por decirlo de alguna manera, precientífica, de la realidad, Francisco tiene que procurar defender en cuanto le sea posible ciertas creencias de hasta dos mil años atrás en una época que se ve dominada por el escepticismo en que, para más señas, escasean los impresionados por la autoridad sacerdotal. En el Occidente actual, las opiniones de los “doctores de la Iglesia” importan mucho menos que las atribuidas a miembros presuntamente racionales de “la comunidad científica”. De difundirse rumores acerca de una nueva teoría científica, millones de individuos se prepararán para modificar su conducta, mientras que una apasionada exhortación papal será tomada por evidencia del compromiso personal del pontífice con una causa determinada, sin que muchos se sientan obligados a hacer nada más que felicitarlo por su buena voluntad. A diferencia de su antecesor alemán, el papa argentino no parece sentirse preocupado por los temas teológicos o, si se prefiere, ideológicos, propios de su culto. Antes bien, a menudo habla como un mandatario pragmático alarmado por una sangría de votos. Además de querer rejuvenecer el gabinete echando a quienes a su juicio son dinosaurios, entiende que le convendría tratar de congraciarse con el electorado promoviendo reformas populares. Sus esfuerzos en tal sentido han sido aplaudidos por muchos laicos conscientes de que la Iglesia corre peligro de verse marginada, pero han motivado el disgusto de sus enemigos internos, personajes que, con virulencia casi peronista, llama “los leprosos de la corte”, gente de actitudes conservadoras, para no decir “derechistas” que, como buen argentino, supondrá es un epíteto terriblemente hiriente. Cuando escuchan al obispo de Roma decir que la Iglesia Católica tendrá que “abrirse a la modernidad”, o sea, adaptarse a las circunstancias imperantes, como tienen que hacer todas las demás organizaciones, los “leprosos” saben que no habrá un lugar digno para ellos en el nuevo orden eclesiástico. Para Francisco, y para la Iglesia Católica, la modernización que tiene en mente es una apuesta arriesgada. Por progresistas que se supongan en otros ámbitos, los tentados por la fe religiosa suelen querer aferrarse a algo que no sea efímero, a verdades tan eternas como el mismísimo universo. Lo han entendido muy bien los grandes reformadores religiosos; casi siempre han soñado con regresar a los comienzos de su culto particular, liberándolo de excrecencias adquiridas en el transcurso de los siglos. ¿Es lo que se ha propuesto Jorge Bergoglio? Puede que sí, que en el fondo crea que convendría abandonar muchas doctrinas de origen medieval o aún más reciente, sobre todo las relacionadas con la conducta sexual de los católicos, que de acuerdo común han contribuido mucho a la pérdida de influencia de la Iglesia que encabeza, pero en tal caso no sería una cuestión de adoptar una postura más “moderna” sino de querer volver a épocas supuestamente más sencillas, permisivas y solidarias del pasado remoto. De todas maneras, a esta altura, no sólo aquellos malhechores egoístas de la “curia Vaticano-céntrica” que han merecido su desprecio, sino también muchos otros estarán preguntándose: “¿Es católico el papa? Tienen motivos para dudarlo. En ocasiones, Bergoglio se parece más al líder ambicioso de una congregación evangélica entusiasmado por las posibilidades planteadas por los nuevos medios electrónicos, que al jefe de una iglesia cuyo prestigio depende en buena medida de casi dos mil años de historia en que ha desempeñado un papel clave, a veces hegemónico, en el desarrollo de la civilización occidental. Es verdad que muchos papas fueron pecadores –asesinos, libertinos, estafadores que protagonizaron un sinfín de escándalos–, pero acaso sería mejor que dejaran que otros llamaran la atención a sus hazañas impías. Francisco dice temer que, a menos que la Iglesia Católica se renueve, degenerará en “una ONG” que, sería de suponer, se dedicaría principalmente a obras caritativas y a la conservación de templos y otros edificios que fueron construidos cuando la fe religiosa incidía más en la vida de los pueblos. Si bien en la Argentina y el resto de América Latina el catolicismo no parece estar en vías de extinción, pierde terreno año tras año. Así las cosas, podría esperarle el mismo destino que en países como Francia, España e Italia, donde la mayoría de los jóvenes le ha dado la espalda. Francisco aspira a modernizar la Iglesia Católica, pero no podrá romper por completo con el pasado que, bien que mal, es la parte más valiosa de su capital religioso. La antigüedad relativa del catolicismo es lo que lo diferencia de otras congregaciones cristianas, con la excepción de la griega ortodoxa y otras del Oriente Medio que están luchando por sobrevivir en una región en que la mayoría les es ferozmente hostil. Si el papa no tiene mucho cuidado, pues, podría destruir lo que se ha propuesto salvar. Al optar por cambiar ciertas actitudes, Bergoglio en efecto dice que sus antecesores en el cargo que desempeña se habían equivocado, lo que, claro está, plantea la posibilidad de que sus propios sucesores decidan tratarlo de la misma forma. El relativismo es el enemigo mortal de la fe ciega exigida por una Iglesia que se supone dueña de por lo menos algunas verdades absolutas invulnerables ante los ataques de racionalistas convencidos de que sólo se trata de mitos. Dicho peligro aún obsesiona al papa emérito Joseph Ratzinger; en una oportunidad, aseveró que sería mejor una Iglesia más pequeña, porque sería más compacta, equiparable con “un grano de mostaza” que, si bien minúsculo, cuando crece “se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas”. Parecería que a Francisco no le gusta la idea de defender lo esencial con la esperanza de que, andando el tiempo, las ovejas descarriadas vuelvan al redil, de ahí su apuesta a una apertura “modernizadora”.

SEGÚN LO VEO

JAMES NEILSON


Empresarios, comerciantes, políticos en apuros, fashionistas seguidoras de la moda, de cualquier moda, académicos y hasta ciertos creadores artísticos coinciden en que hay que modernizarse, evolucionar, mantenerse el día, ya que quienes no logran hacerlo terminarán depositados en el basural de la historia. Los así convencidos acaban de incorporar a sus filas al hombre que, en buena lógica, debería liderar a los reaccionarios que se niegan a dejarse engañar por las ilusiones generadas por el progreso material. Se trata del papa Francisco, nada menos. Como jefe de una gran institución religiosa que se basa en una interpretación forzosamente anticuada y, por decirlo de alguna manera, precientífica, de la realidad, Francisco tiene que procurar defender en cuanto le sea posible ciertas creencias de hasta dos mil años atrás en una época que se ve dominada por el escepticismo en que, para más señas, escasean los impresionados por la autoridad sacerdotal. En el Occidente actual, las opiniones de los “doctores de la Iglesia” importan mucho menos que las atribuidas a miembros presuntamente racionales de “la comunidad científica”. De difundirse rumores acerca de una nueva teoría científica, millones de individuos se prepararán para modificar su conducta, mientras que una apasionada exhortación papal será tomada por evidencia del compromiso personal del pontífice con una causa determinada, sin que muchos se sientan obligados a hacer nada más que felicitarlo por su buena voluntad. A diferencia de su antecesor alemán, el papa argentino no parece sentirse preocupado por los temas teológicos o, si se prefiere, ideológicos, propios de su culto. Antes bien, a menudo habla como un mandatario pragmático alarmado por una sangría de votos. Además de querer rejuvenecer el gabinete echando a quienes a su juicio son dinosaurios, entiende que le convendría tratar de congraciarse con el electorado promoviendo reformas populares. Sus esfuerzos en tal sentido han sido aplaudidos por muchos laicos conscientes de que la Iglesia corre peligro de verse marginada, pero han motivado el disgusto de sus enemigos internos, personajes que, con virulencia casi peronista, llama “los leprosos de la corte”, gente de actitudes conservadoras, para no decir “derechistas” que, como buen argentino, supondrá es un epíteto terriblemente hiriente. Cuando escuchan al obispo de Roma decir que la Iglesia Católica tendrá que “abrirse a la modernidad”, o sea, adaptarse a las circunstancias imperantes, como tienen que hacer todas las demás organizaciones, los “leprosos” saben que no habrá un lugar digno para ellos en el nuevo orden eclesiástico. Para Francisco, y para la Iglesia Católica, la modernización que tiene en mente es una apuesta arriesgada. Por progresistas que se supongan en otros ámbitos, los tentados por la fe religiosa suelen querer aferrarse a algo que no sea efímero, a verdades tan eternas como el mismísimo universo. Lo han entendido muy bien los grandes reformadores religiosos; casi siempre han soñado con regresar a los comienzos de su culto particular, liberándolo de excrecencias adquiridas en el transcurso de los siglos. ¿Es lo que se ha propuesto Jorge Bergoglio? Puede que sí, que en el fondo crea que convendría abandonar muchas doctrinas de origen medieval o aún más reciente, sobre todo las relacionadas con la conducta sexual de los católicos, que de acuerdo común han contribuido mucho a la pérdida de influencia de la Iglesia que encabeza, pero en tal caso no sería una cuestión de adoptar una postura más “moderna” sino de querer volver a épocas supuestamente más sencillas, permisivas y solidarias del pasado remoto. De todas maneras, a esta altura, no sólo aquellos malhechores egoístas de la “curia Vaticano-céntrica” que han merecido su desprecio, sino también muchos otros estarán preguntándose: “¿Es católico el papa? Tienen motivos para dudarlo. En ocasiones, Bergoglio se parece más al líder ambicioso de una congregación evangélica entusiasmado por las posibilidades planteadas por los nuevos medios electrónicos, que al jefe de una iglesia cuyo prestigio depende en buena medida de casi dos mil años de historia en que ha desempeñado un papel clave, a veces hegemónico, en el desarrollo de la civilización occidental. Es verdad que muchos papas fueron pecadores –asesinos, libertinos, estafadores que protagonizaron un sinfín de escándalos–, pero acaso sería mejor que dejaran que otros llamaran la atención a sus hazañas impías. Francisco dice temer que, a menos que la Iglesia Católica se renueve, degenerará en “una ONG” que, sería de suponer, se dedicaría principalmente a obras caritativas y a la conservación de templos y otros edificios que fueron construidos cuando la fe religiosa incidía más en la vida de los pueblos. Si bien en la Argentina y el resto de América Latina el catolicismo no parece estar en vías de extinción, pierde terreno año tras año. Así las cosas, podría esperarle el mismo destino que en países como Francia, España e Italia, donde la mayoría de los jóvenes le ha dado la espalda. Francisco aspira a modernizar la Iglesia Católica, pero no podrá romper por completo con el pasado que, bien que mal, es la parte más valiosa de su capital religioso. La antigüedad relativa del catolicismo es lo que lo diferencia de otras congregaciones cristianas, con la excepción de la griega ortodoxa y otras del Oriente Medio que están luchando por sobrevivir en una región en que la mayoría les es ferozmente hostil. Si el papa no tiene mucho cuidado, pues, podría destruir lo que se ha propuesto salvar. Al optar por cambiar ciertas actitudes, Bergoglio en efecto dice que sus antecesores en el cargo que desempeña se habían equivocado, lo que, claro está, plantea la posibilidad de que sus propios sucesores decidan tratarlo de la misma forma. El relativismo es el enemigo mortal de la fe ciega exigida por una Iglesia que se supone dueña de por lo menos algunas verdades absolutas invulnerables ante los ataques de racionalistas convencidos de que sólo se trata de mitos. Dicho peligro aún obsesiona al papa emérito Joseph Ratzinger; en una oportunidad, aseveró que sería mejor una Iglesia más pequeña, porque sería más compacta, equiparable con “un grano de mostaza” que, si bien minúsculo, cuando crece “se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas”. Parecería que a Francisco no le gusta la idea de defender lo esencial con la esperanza de que, andando el tiempo, las ovejas descarriadas vuelvan al redil, de ahí su apuesta a una apertura “modernizadora”.

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