La Peña: el lechero, una tradición que se fue perdiendo en los pueblos

No había muchas chances de modificar horarios. Federico era muy puntual y si no estábamos parados en la puerta a las 7 en punto, lo más probable era que nos quedáramos sin leche. Para colmo era el único que vendía en el corazón del pueblo. Las otras opciones estaban lejos.
Lo cierto era que se había convertido en una tradición, al comienzo poco tentadora, eso de levantarse muy temprano, ir a buscar la leche con la lechera de aluminio, volver a casa a desayunar e ir a la escuela.


Era difícil de entender que alguien estuviera dispuesto a la tarea todo el año. Una demora implicaba no conseguir la leche del día. El asunto era casi un juego, tanto que la lechera de aluminio estaba abollada por todos lados porque en el camino solía darle con la rodilla. Claro, cuando estaba llena eso era imposible.
Tampoco Federico el lechero estaba de muy buen humor a esa hora, pero él tenía más razones porque su jornada empezaba a las 4,30. Sin embargo en su trabajo había algo de magia. A veces hasta se podía ver en vivo el ordeñe porque las vacas estaban a pasitos de su improvisada boca de expendio. La cola la formaban casi todas señoras mayores a las que por razones de edad había que cederles el lugar.


Federico agarraba un gran cucharón con el cual sacaba de grandes recipientes la dosis justa. Ni más ni menos que un litro. Con tanta calidad que no derramaba una gota entre su lechera y la mía. Y no había discusión posible. Era un litro exacto.
Federico era un hombre dedicado a sus vacas. Su nombre estaba instalado en el pueblo, tanto como su Ford F100 azul. Federico era lechero de lunes a sábado, solo los domingos no vendía. Nunca más supe de ese hombre, pero varias décadas después volví al lugar donde encontré el viejo portón de chapas como estaba en aquel entonces. Hasta la puerta que abría cuando era la hora de las ventas. Ese portón tiene historias de miles de vecinos que teníamos como primera tarea pasar por ahí.


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