Llegó la factura

El economista francés Frédéric Bastiat (1801-1850) decía lo siguiente: “En la esfera económica, un acto, una costumbre, una institución o una ley no engendran un solo efecto sino una serie de ellos. De estos efectos, el primero es sólo el más inmediato; se manifiesta simultáneamente con la causa; se ve. Los otros aparecen sucesivamente; no se ven. Bastante es si los prevemos. Toda la diferencia entre un mal y un buen economista es ésta: uno se limita al efecto visible; el otro tiene en cuenta no sólo ése, sino los que hay que prever en el futuro”. O dicho de otra manera: el que sólo ve el corto plazo y el que ve el corto y el largo plazo. Ésta, que para muchos puede ser una sutil diferencia, en economía es todo. Está en el centro de los conflictos económicos que vemos a diario. Los actuales problemas de una gran parte de Europa (España, Portugal, Grecia, etc.) se generaron hace más de dos décadas. El tema es que en ese momento sólo se veían los efectos inmediatos. Y que, para colmo, eran mayormente beneficios. Los costos y perjuicios iban a llegar con el tiempo. Y llegaron. En Argentina, país populista por excelencia, ocurre otro tanto. La fobia de la clase política con los economistas aguafiestas es particularmente manifiesta. El matrimonio Kirchner no ha sido la excepción. Por el contrario. El fallecido Néstor Kirchner llegó a recomendar que los economistas tiraran los libros de estudio, porque estaban equivocados. Su esposa, actual presidenta, no aflojó en tal sentido: su ministro de economía es… abogado. Todo un ejemplo. Son pocas las medidas de la última década, dentro de la esfera económica, que soportaban en sus orígenes el análisis del mediano y largo plazo. Veamos algunas. La política de que “no falten productos baratos en la mesa de los argentinos”, implementada a través de: a) desacoplar los precios internos de los externos y b) restricciones directas a las exportaciones, finalmente logró su objetivo: carne, leche y pan baratos para todos… por un tiempo. Los costos vinieron en el largo plazo. En el caso de la carne éstos fueron: caída brutal del stock ganadero; fuerte aumento de precios al consumidor; baja en el consumo; caída en las exportaciones; cierre de frigoríficos; reducción en los puestos de trabajo. Con el pan ocurre otro tanto: escasez de trigo por la menor área sembrada en 100 años; fuerte aumento en el precio del trigo (hoy vale acá más del doble de lo que cotiza en el exterior), la harina y el pan; probable importación de trigo o harina hasta que salga la próxima cosecha (fines de noviembre). El mismo problema de la carne y el pan ocurre con la energía, pero con dos diferencias importantes. La primera es que, en el caso de la energía, el gobierno ha mantenido subsidiados los precios al consumidor, abasteciendo la demanda con productos traídos del exterior (las importaciones anuales de energía rondarían este año los u$s 14.000 millones), a precios muy por encima de los que pagamos los consumidores (¿cuánto más puede durar esto?). En el caso de la carne y el pan se dejó que los precios subieran, sin hacer importaciones (al menos, hasta ahora). La segunda diferencia es más grave: la vuelta atrás. Recuperar la producción de trigo y carne puede llevar entre uno y cinco años, siempre que los productores creyeran una hipotética promesa del gobierno, que hoy no existe, de que terminará con sus restricciones a las exportaciones. Tengamos en cuenta que no estamos hablando de eliminación de retenciones, que podrían mantenerse en un nivel acorde mientras se mantengan los altos precios internacionales. Estamos hablando de liberar las exportaciones, aun manteniendo retenciones. Pero en el caso de la energía, revertir la falta de inversión va a llevar muchos más años que la carne y el trigo. Porque puede que un productor agropecuario se arriesgue y siembre trigo con la esperanza de que el gobierno termine con sus intervenciones. Y de no ser así, habrá perdido algo de plata pero no todo su capital. Pero es muy difícil que alguien invierta todo o gran parte de su capital en un proyecto de largo plazo, como es cualquier energético (no menos de 20 años), con la esperanza de que se respetarán los contratos firmados, teniendo en cuenta nuestra historia reciente: la gran mayoría de los contratos ligados a la energía dejaron de cumplirse por parte del gobierno nacional a partir del 2002, y la apropiación de YPF fue la frutilla del postre. Va a ser difícil convencer al mundo de que en el futuro los argentinos nos comportaremos diferente. Y ésta, la falta de credibilidad, sea quizás el costo más grave para el país. (*) Economista

ROLANDO CITARELLA (*)


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