Lo que los niños no ven detrás del barbijo

Nadie discute la utilidad del tapabocas para combatir la epidemia de la Covid-19. Muchos son los estudios que demuestran su eficacia. Pero el psicólogo rionegrino Diego Epherra, radicado en Francia, pone el acento en lo que dejamos cubierto: la sonrisa.

Desde los trabajos de René Spitz, John Bolwby, entre otros, se sabe de la importancia de la sonrisa en la construcción y el reforzamiento del lazo social. La denominada “sonrisa social”, que aparece alrededor de los tres meses de vida, es una respuesta del bebé a la presencia del ser querido, de la también denominada “figura de apego”.


El bebé sonríe porque nos reconoce. Por más fácil y espontánea que parezca, en realidad aquella es una respuesta muy compleja. Con el tiempo, la sonrisa tomará otros rumbos, otros usos, pero el sócalo fundamental de dicho acto continuará siendo el mismo, la expresión visible del reencuentro, e incluso del encuentro.

La sonrisa supone entonces que el bebé haya podido, previamente, conocernos, lo cual quiere decir que haya podido integrar nuestros rasgos, nuestra mirada, nuestra nariz, nuestra boca, de manera tal que cuando vuelve a encontrarse con ellos, la alegría de reencontrarse se manifiesta a través de su sonrisa. Sonreír, entonces, es reencontrarse.

Así, la sonrisa es una de las vertientes más fructíferas de la civilización, puesto que antecede casi siempre, y reemplaza muchas veces el uso de la palabra.


La sonrisa y la mirada



Al mismo tiempo, la sonrisa no podría separarse fácilmente de la mirada, puesto que la sonrisa es el punto de anclaje principal de la mirada del otro en el acto del encuentro. Nosotros, adultos, hace tanto tiempo que estamos en este mundo lleno de caras conocidas y desconocidas. A veces nos sonreímos, es decir nos dirigimos la sonrisa, como nos dirigimos la palabra. Esto es, gracias a la mirada, determinar una dirección en el espacio que ocupamos, para hacer llegar al otro el signo del reconocimiento subjetivo. Y al mismo tiempo, esperamos del otro una respuesta equivalente.

Sabemos que un cruce de miradas solo dura una milésima de segundo. Sabemos enseguida si la persona conocida que nos cruzamos en la calle y que intentamos mirar nos mira o no, y si no nos mira nos decimos que no nos ve, o bien que no quiso saludarnos. Si nos hemos hecho esta reflexión alguna vez es que sabemos que el reconocimiento pasa por la mirada, y generalmente esta mirada va acompañada de la sonrisa correspondiente.

La sonrisa es una de las vertientes más fructíferas de la civilización, puesto que antecede casi siempre el uso de la palabra.


Por consiguiente, debemos reflexionar respecto al uso adecuado de los denominados tapabocas delante de los niños, sobre todo de los más pequeños. Desde la aparición de la Covid-19, y particularmente desde la implementación del uso generalizado del barbijo en espacios pensados para atender o recibir a niños, los casos de situaciones absolutamente incómodas no cesan de incrementarse.

Efectivamente, en las guarderías de Francia – ámbito que conozco particularmente – nunca hubo tantas dificultades para planificar los denominados periodos de “adaptación” o de “familiarización”, es decir, aquel periodo previsto para que un bebé pueda sentirse bien en el lugar adonde pasará muchas horas diarias, varios días a la semana, en ausencia de sus padres.

Lo mismo ocurre en los jardines de infantes, como en otros espacios de atención de niños. Los casos de “desencuentros psico-afectivos” – llamémoslos así – son muy numerosos y diversos. Desde la niña que llora al ser recibida por alguien que “no tiene ni nariz, ni boca”, a los niños que ya no saben si la palabra les es dirigida o no.

El adulto enmascarado se convierte en una suerte de “altoparlante”, que emite sonidos y palabras sin su anclaje corporal principal.

Vale reiterar que desde muy pequeños, cuando alguien nos habla, no solo miramos sus ojos, sino también su boca. Los movimientos de los labios, así como las mímicas y gesticulaciones de la cara, contribuyen de una manera muy significativa en el acto de comprensión de lo que nos dicen. Puesto que hablar no es un simple intercambio de información entre un locutor y su interlocutor.


Hablar no es un simple conglomerado de fonemas, de sílabas, de palabras que se suceden. Hablar, hacer uso de la palabra, es buscar decir algo, afirmando de ese modo su propia existencia subjetiva. Y al mismo tiempo, el que oye lo que le dicen también tiene una intención: entender, comprender, descifrar. Si al que le hablan se siente concernido por lo que se dice, entonces va a buscar entender lo que le están diciendo.

Es decir, necesitamos saber de dónde viene la voz, para convertir esos sonidos en palabras y así poder entenderlas.


La palabra y la mirada



La cara es lo que se llama una Gestalt, es decir una forma dada que constituye una unidad. Para los niños, sobre todo los más pequeños, la precepción de la boca del hablante es fundamental. Por el contrario, que la misma resulte inaccesible puede dislocar su mirada y arraigarlo en un sentimiento confuso de palabras sin cuerpo o de voces sin boca. Es una experiencia, sin más, de orden psicótica. Pero atención, esto no quiere decir que los niños se vuelvan locos si no ven la boca del hablante. Todos hemos hecho esta experiencia alguna vez. Cuando miramos una película doblada nos damos cuenta enseguida de ello, entre otras cosas, gracias al desacuerdo que hay entre las palabras que oímos y el movimiento de los labios. Cuando hay una diferencia o un “delay” lo constatamos enseguida. Naturalmente, debe haber una correspondencia entre los movimientos labiales y la voz que se emite, de no ser así nos perturba.

Tomemos otro ejemplo. Cuando observamos el fenómeno de la marioneta que acompaña al ventrílocuo nos vemos invadidos por una suerte de magia. El muñeco toma vida. Sin embargo, esta experiencia que tanto suele agradar al adulto, no deja de ser angustiante para algunos de los más chiquitos. De hecho, los más pequeños viven en un mundo cuyas leyes se rigen por un funcionamiento denominado mágico-fenomenista, es decir, adonde los objetos pueden tomar vida, y esto no es necesariamente algo agradable, ya que puede ser también una gran fuente de angustia. Claro, cuando un nene nos dice que la pata de la silla le pegó en el dedo del pie, por más gracia que nos cause, lo corregimos enseguida. El adulto no esconde la verdad, porque no puede negar las leyes de la física a las cuales está sometido desde hace ya mucho tiempo. Leyes de la física que, cabe agregar, puede ignorar completamente desde el punto de vista teórico, pero no desde el punto de vista empírico.

Para los más chicos es difícil no ver la boca que habla.


Por otro lado, por más llamativo que resulte, no debemos olvidar que recién alrededor del año de vida el bebé logra integrar la denominada “permanencia del objeto”, es decir aquel fenómeno que hace que un objeto siga existiendo por más que ya no se lo vea. Hasta entonces, el objeto escondido, tapado, invisibilizado, deja de existir. Por consiguiente, esconder una parte del rostro ante los ojos de un bebé es, simplemente, hacerla desaparecer.

Las escuelas reabrirán, los jardines de infantes reabrirán, las guarderías reabrirán, sin embargo, incluso después del plan de vacunación el tapabocas seguirá seguramente entre nosotros por algún tiempo más. Entonces, no olvidemos que si los bandidos de los westerns utilizaban una bandana como máscara no era para protegerse contra el coronavirus, sino para no ser reconocidos por el otro. Tampoco olvidemos que si los inuitas -o esquimales- se descubren la cara cuando están en grupo para reforzar el lazo social. Insistamos, la idea aquí no es ir en contra del uso del tapabocas. Todo lo contrario. El propósito de este breve aporte a la reflexión es simplemente el de no banalizar su uso. Ya veremos si los usos debidos o indebidos del mismo producen algún efecto indeseado a largo plazo en el desarrollo psico-afectivo del sujeto.

Por lo pronto, estemos atentos a los signos que nos envían los más pequeños, y no nos refugiemos detrás del “los niños se adaptan a todo”, puesto que, como diría Jiddu Krishnamurti, “estar adaptado a un mundo enfermo no puede ser signo de buena salud”. El futuro de nuestros niños no puede apuntalarse exclusivamente en su capacidad de resiliencia. Los adultos tenemos un rol importante que jugar en estas circunstancias extraordinarias y el mismo pasa por hablar de su extrañez, de su excepcionalidad y de su carácter temporario. Por consiguiente, por más habituados que estemos a su uso, no cesemos de indicar al niño que debajo del tapabocas se esconde nuestra nariz y por sobre todas las cosas, nuestra sonrisa, que hasta que se demuestre lo contrario, sigue siendo un gran remedio contra el desencuentro.



Por Diego Epherra, psicólogo clínico (UBA – MN 41739), Magister en psicología (Universidad de Estrasburgo), Doctor en psicología (Universidad Paris 7), psicoanalista.

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