Los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 también son inspiración

Redacción

Por Redacción

Alejandro Wall *


La suspensión de Tokio 2020 fue quizá el hito de un apagón deportivo inédito. Como nunca antes en la historia de la humanidad, nos habíamos quedado sin deportes.


Una historia de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 podría comenzar en Buenos Aires. Fue en el hotel Hilton de Puerto Madero, el 7 de septiembre de 2013, que la capital japonesa quedó elegida como sede olímpica. En ese juego de lobbies, de diplomacia del deporte, Tokio le ganó la votación a Estambul y Madrid. Lo hizo bajo la idea de la reconstrucción. Ya había alojado a los Juegos en 1964, dos décadas después de haber perdido la Segunda Guerra Mundial, en la era Shōwa del emperador Hiroito. Si el símbolo de entonces era Hiroshima, en la era Reiwa de su nieto, el emperador Naruhito, Japón quería mostrarle al mundo que había superado al desastre de Fukushima.

Pero lo que llegó siete años después de la reconstrucción que se planteó durante el Congreso del Comité Olímpico Internacional en Buenos Aires, fue el Covid-19. Serán los Juegos de la pandemia. También los Juegos del silencio, como los describió el columnista Eugene Robinson. No habrá público, tampoco en Fukushima, que esperaba recibir espectadores para uno de los partidos del torneo olímpico de béisbol, nada menos que el debut de Japón frente a República Dominicana, en el regreso de esa disciplina, la más popular en el archipiélago asiático.

Que Tokio 2020 mantenga su año original a pesar de realizarse en 2021 es un asunto de marketing, de no tener que resetear el negocio después de productos, cartelería y distintas campañas se hicieran con ese logo. El comité organizador lo comunicó con una idea más amable, que los Juegos sean un “faro de esperanza para el mundo durante estos tiempos difíciles”. Pero que aún sea 2020 nos habla de un desfasaje temporal, lo que debió haber sucedido y no sucedió. Ese tiempo en suspenso en el que tuvimos que dedicarnos a sobrevivir a un virus, a llorar por nuestros muertos, a cuidarnos sin poder ver más allá.

La suspensión de Tokio 2020 fue quizá el hito de un apagón deportivo inédito. Como nunca antes en la historia de la humanidad, nos habíamos quedado sin deportes, una oscuridad global que no había ocurrido en la era moderna ni siquiera en tiempos de guerras donde algo en algún lugar se mantenía encendido. El deporte en cuarentena pudo ser también una medida de lo que se vivía como tragedia, lo mismo que su vuelta. Fue el deporte el ámbito de la escena pública que más buscó retornar a una idea de normalidad, primero en competiciones bajo la modalidad de burbujas, luego sumándole público limitado a los estadios, cambiando sedes y hasta consiguiendo vacunas para deportistas.

La final de la Eurocopa, con el estadio de Wembley reventado de gente, podía ser para los hinchas latinoamericanos una imagen de esperanza para una región todavía imposibilitada. Su contracara fue la Copa América que se jugó en Brasil y que sólo tuvo a 6,500 personas durante la final que Argentina le ganó a Brasil en el Maracaná. Pero el norte, campañas de vacunas mediante, podía estar en lo que sucedía en Londres. Tokio 2020 no entregará esas imágenes. Japón tiene su propia crisis sanitaria, con apenas 18% de la población completamente vacunada y una mayoría según encuestas que rechaza la organización de los Juegos.

Pero aún sin espectadores en el lugar, Tokio ofrece para América Latina la perspectiva de movilidad en un mundo donde viajar es complicado. Será el primer evento global en medio de la pandemia. Desde el 23 de julio (aunque el fútbol y el softbol arrancarán dos días antes), más de 11,000 deportistas de 205 países competirán en 46 disciplinas. Si mirar para atrás es ver a Río 2016, los Juegos que sucedieron aquí a la vuelta, ahora quedan los Juegos que ocurrirán del otro lado del mundo, en horarios nocturnos o de madrugada para América Latina. Esto genera cercanía porque, entre esos miles de atletas hay, de alguna manera, historias cercanas.

Además de la emoción de la competición, los Juegos Olímpicos es territorio de las grandes historias. Porque ahí se mezclan las estrellas con los atletas que transitan una cotidianidad terrenal. Paula Pareto, la judoca argentina, medalla de bronce en Beijing 2008 y oro en Río 2016, es traumatóloga y trabaja en el hospital de San Isidro, provincia de Buenos Aires. Aunque no era médica clínica, desde su lugar peleó contra el Covid-19. “Soy una persona normal que lo intentó”, dijo el año pasado.

Uno de los abanderados de Uruguay será el remero Bruno Cetraro, que un día cuando todavía era niño estaba viendo los Juegos Olímpicos por televisión y se entusiasmó con Rodolfo Collazo, medalla de oro en los Sudamericanos de Buenos Aires 2006 y Medellín 2010. Su padre, entonces, lo llevó a una escuela de remo. Como la vida es también una suma de casualidades, la primera clase se la dio Collazo. A los 23 años, Cetraro es licenciado en radiología y representará a Uruguay en Tokio. Su historia la contó en el programa Zona Mixta.

Si Bruno empezó por televisión, lo mismo podría ocurrir con los miles de latinoamericanos que estarán frente a la pantalla con Tokio 2020. Los Juegos Olímpicos también son inspiración. La certeza de que la lucha contra el Covid-19 se mantiene y, a la vez, la esperanza vital de que en algún momento esto tendrá su fin, de que la reconstrucción de una vida en desorden tendrá que comenzar.

* Periodista deportivo. The Washington Post


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