Médico y piloto: la historia del hombre que se superó dos veces

De chico, Pablo Nakaschian fue diagnosticado con leucemia. Tras superarla decidió que la medicina era lo suyo y hoy es hematólogo. Pero además, y tras vivir una fea experiencia aérea en la infancia, se convirtió en piloto de aviones.

Descubrió su amor por la medicina “estando del otro lado del mostrador”, siendo paciente. Estaba por cumplir 5 años cuando lo diagnosticaron con leucemia aguda. A partir de allí nada fue igual.
Pasó su infancia, y gran parte de la adolescencia, recorriendo los pasillos de diferentes hospitales y para cuando se recuperó, terminó el secundario ya no había mucho que decidir a la hora de optar por una carrera: “La medicina es mi vida, mi vocación. Yo crecí con esto”, cuenta el médico Pablo Nakaschian.
Pero curar a otros no es tarea fácil. El estrés y las malas noticias son moneda corriente. Y para desestresarse encontró una manera muy particular: volarr.
Esta es la historia de un médico que en la semana viste de blanco y los fines de semana se calza el traje de piloto para liberar tensiones.

Su infancia, y parte de su adolescencia, transcurrieron en hospitales, clínicas y rodeado de médicos. Nada común fueron sus primeros años de vida. “Crecí entre transfusiones de sangre, quimioterapias, vómitos asociados a la quimioterapia, porque en esa época no existía la medicación que actualmente indicamos a los pacientes para que no sufran estos síntomas. Entonces después de cada inducción quimioterápica yo terminaba 48 horas en casa, acostado, vomitando en un balde con mi vieja. Que era la que estaba cerca, la que llevaba la batuta. Y así transcurrieron todos esos años”, afirmó.


Confiesa que la enfermedad, sin lugar a dudas, fue el puntapié para estudiar medicina. Y recuerda que su propio médico hematólogo, Alfredo Guzmán Verón, quien lo diagnosticó, años después se iba a transformar en su mentor y segundo padre.
En el ‘88 -con 11 años- le dieron el alta, pero nada iba a ser fácil. “La resocialización me tomó mucho tiempo. Yo no había tenido una infancia normal, no había tenido una adolescencia normal y terminar el secundario me costó mucho”, aseguró el médico. Tuvo la suerte que la facultad de Medicina de la Universidad Nacional del Nordeste estuviera a dos cuadras de su casa natal de Corrientes. Allí estudió. “Estudié en una facultades de medicina más antiguas del país. Con mucha tradición médica. Se dice que en Corrientes levantas una baldosa y sale un médico”, contó entre risas.

Hizo su residencia en Fundaleu, en Buenos Aires, y cuando tuvo que buscar trabajo, el destino lo trajo al Alto Valle. “Buscaban médicos hematólogos en Cipolletti. Fue a través de la página web de la Sociedad Argentina de Hematología que me enteré y así fue como llegué a la zona”, recordó.
En Neuquén se radicó en febrero de 2008, unos meses antes lo había hecho en Cipolletti. Trabajó en el hospital Castro Rendón y también en diferentes clínicas. Se ganó el respeto de sus colegas y pacientes por su inquebrantable carácter: “Es un león defendiendo a sus pacientes”, rumorean las enfermeras, entre los pasillos de una conocida clínica del centro neuquino. Su trabajo es 24/7. Son pocos los días libres. Por eso cuando tiene un instante para él, para relajarse, elige las alturas como destino.

¡Chau estrés!


La pasión por volar llegó cuando ya era médico y tras haber superado un accidente aéreo que de milagro no le costó la vida. Recuerda que regresaba de Buenos Aires a Corrientes luego de haberse hecho una de las sesiones de quimioterapia. Su padre lo acompañaba. La primera imagen que viene a su mente es la tormenta.


“El avión salió con tormenta de Aeroparque y, en esa época, hace 30 años, los aviones no contaban con radares metereológicos como ahora. Así que terminó metiéndose en medio de un “cumulus nimbus”, en plena tormenta, lo que provocó que se viniera en picada, caímos unos 10 mil pies de altitud (3.400 metros), se despresurizó, cayeron las máscaras, la puerta interna trasera del avión se incendió”, recordó el hematólogo, quien en ese momento era sólo un niño, de 8 años, en busca de sanar su enfermedad.


La escena parece sacada de una película, pero fue real. “Recuerdo que el mismo comandante del avión fue el que salió de la cabina con el matafuego en la mano cuando ya se había nivelado el avión y apagó el incendio”, contó.
Era un vuelo de 45 minutos que terminó siendo de dos horas y media. Las ambulancias y los bomberos salieron al rescate de todos los pasajeros cuando aterrizaron en el aeropuerto de Cambá Punta, de Corrientes. Todos sanos y a salvo. Pero iba a dejar huellas en él. Por años no pudo volar. “Tenía mucho miedo”, aseguró.
Para cuando se recibió de médico todo cambió. “Tenía que empezar a volar para ir a congresos y trasladarme a otras ciudades. Y cuando lo hice descubrí que ya no temía volar y que me gustaba”, afirmó.

Toda su experiencia y la curiosidad lo llevaron una mañana de 2013 al Aeroclub de Planeadores de Neuquén. “Hice el curso de piloto de planeador y 3 años después conseguí ser piloto privado de avión. Es mi cable a tierra. Es lo que me permite sacar las tensiones generadas por las patologías complejas con las que trato a diario. Esa es una pasión distinta a la medicina pero que me complementa porque, en definitiva, me sirve para ser mejor médico. Libero tensiones”, explicó Nakaschian.
Actualmente es piloto de aeroplano, privado y ya aprobó el curso teórico de piloto comercial.


Para él, volar en planeador es lo más parecido a ser un ave. “Es sólo silencio, no hay contaminación ambiental. La experiencia es única y más cuando volás con un compañero o un amigo, dando vueltas en el aire. O salir a volar y ver que se te pega un jote al ala y comienza a volar con vos, ver cómo te sigue. En cambio el vuelo a motor es un vuelo con una exigencia distinta. Es otra cosa. El planeador es casi un ave. Son amores completamente distintos”, concluyó.


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