Narciso camina por nuestras calles
CARLOS N. NAVArRO (*)
Cuenta la leyenda (y decimos así ya que no nos consta su autenticidad) que Narciso era un muchacho precioso, hijo de la ninfa Liríope. Cuando él nació, el adivino Tiresias predijo que si veía su imagen en un espejo sería su perdición, y así su madre evitó siempre espejos y demás objetos en los que pudiera verse reflejado. Narciso creció así hermosísimo sin ser consciente de ello y haciendo caso omiso a las muchachas que ansiaban que se fijara en ellas. Tal vez porque de alguna manera Narciso se estaba adelantando a su destino, siempre parecía estar ensimismado en sus propios pensamientos, como ajeno a cuanto lo rodeaba. Acostumbraba dar largos paseos por los bosques, despreocupado y feliz. Por su parte Eco, ninfa castigada por los dioses a no poder decir otra cosa que las repeticiones de lo último que escuchaba, estaba profundamente enamorada de Narciso y lo esperaba y lo seguía en sus paseos, siempre a distancia, temerosa de ser vista, hasta que un día un ruido que hizo al pisar una rama puso a Narciso sobre aviso de su presencia. Descubriéndola, quedó esperándola en el camino. Eco palideció al ser descubierta y luego enrojeció cuando Narciso se dirigió a ella: –¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues? –Aquí… me sigues… –fue lo único que Eco pudo decir, maldita como estaba, habiendo perdido su voz. Narciso siguió hablando y Eco nunca pudo decir lo que deseaba. Finalmente, como la ninfa que era acudió a la ayuda de los animales del bosque, que de alguna manera le hicieron entender a Narciso el amor que Eco le profesaba. Ella lo miró expectante, ansiosa… pero la risa helada de Narciso la desgarró. Y así, mientras se reía de ella, de sus pretensiones, del amor que albergaba en su interior, Eco moría. Se retiró a su cueva, donde permaneció quieta, sin moverse, repitiendo en voz queda, un susurro apenas, las últimas palabras que le había oído: “Qué estúpida… qué estúpida… qué… estú… pida…”. Y dicen que allí se consumió de pena, tan quieta que llegó a convertirse en parte de la propia piedra de la cueva. Pero el mal que haces a otros no suele salir gratis, y así Némesis, diosa griega que había presenciado toda la desesperación de Eco, entró en la vida de Narciso otro día que había vuelto a salir a pasear y lo encantó hasta casi hacerle desfallecer de sed. Narciso recordó entonces el riachuelo donde una vez había encontrado a Eco y, sediento, se encaminó hacia él. Así, a punto de beber, vio su imagen reflejada en el río. Y como había predicho Tiresias, esta imagen lo perturbó enormemente. Quedó absolutamente cegado por su propia belleza, en el reflejo. Obsesionado consigo mismo, Narciso enloqueció, a tal punto que la propia Eco se entristeció al imitar sus lamentos. El joven murió con el corazón roto e incluso en el reino de los muertos siguió hechizado por su propia imagen, a la que admiraba en las negras aguas de la laguna Estigia. Y hay quien cuenta que ahí mismo murió de inanición, ocupado eternamente en su contemplación. Otros dicen que, enamorado como quedó de su imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a las aguas. En cualquier caso, en el lugar de su muerte surgió una nueva flor a la que se le dio su nombre: el narciso. Aún hoy se conserva el término “narcisismo” para definir la excesiva consideración de uno mismo. En “Introducción al narcisismo” (Sigmund Freud, 1914) el padre del psicoanálisis establece pautas de función por las cuales un ser humano logra defenderse de las agresiones externas e internas. Describe el narcisismo como el amor hacia uno mismo señalando que es de suma importancia para sobrevivir a dichas agresiones… nadie soportaría la vida sin tener aprecio por sí mismo. El problema, si es que resulta un problema (muchas sociedades han desechado la posibilidad de que una exageración del narcisismo constituya un trastorno), es cuando este amor por uno mismo se hace tan determinante que nos obliga a olvidarnos del Otro (como Narciso a sus pretendientes). El hombre, como constituyente de la sociedad, funcionará en forma anárquica si predomina su extremada preocupación hacia sí mismo, circulando las calles como Narciso y olvidándose de las necesidades del Otro. Dentro de este esquema de pensamiento, y a modo de ejemplo, intentaremos describir el comportamiento de un argentino cuando se encuentra con otro argentino. Este escenario es de todos los días, en la calle, en el supermercado, en la escuela, en el trabajo, en la oficina. Es preocupante observar cuando esto ocurre cómo los mecanismos de defensa se disparan tratando de defender la interioridad de cualquier amenaza. Vemos al Otro como un monstruo capaz de deteriorar nuestra autoestima, nuestra sensibilidad, nuestra lucha para sobrevivir. La primera respuesta frente a ese encuentro es de agresividad, anonimato, prioridad del Yo. Primero mi bienestar (algo lógico y loable), sin importarme lo que le pase al Otro (algo criticable desde lo social y de consecuencias imprevisibles –Eco se convirtió en piedra frente a la risa de Narciso–). Los ejemplos abundan: pasar semáforos en rojo, ir a velocidades exorbitantes por calles y rutas, no detenerse frente al peatón (“seguro que está caminando sin nada que hacer y yo, en mi auto, estoy apurado”), malversación de fondos, estafas en los precios… en fin, el sálvese quien pueda (pero primero Yo) es la norma actual. En esta construcción del Yo priman la imagen corporal, el éxito, la demostración al Otro de lo que soy (fotos en la red, blogs, etcétera), la lucha por comprar lo último de lo último. El problema (si es que existe), de acuerdo con la sociedad de que se trate, aparece cuando no se logra satisfacer esa necesidad de belleza corporal o éxito individual. La frustración que allí ocurre genera respuestas. Y es lógico que esto suceda, aunque muy lamentable; el modelo así lo exige. En nuestra cultura actual, la estabilidad, la permanencia de los vínculos y la seguridad del afecto son cada vez más difíciles de preservar. Simultáneamente, y como articulado a propósito, surge una clara propuesta narcisista (ese Yo ante todo): el individuo es inducido a concebir el desarrollo individual como máxima aspiración y los valores grupales que genera frecuentemente valen en tanto suponen el logro de una sensación y triunfo individual dentro del conjunto, tendiendo a estabilizarse en una coraza de autosatisfacción. Así, y correspondiendo a una configuración narcisista alterada, crece el descontrol de la agresividad, de la desconfianza, del descreimiento y de la apología de la rivalidad y de la competición salvaje, signos claros de frustraciones individuales generadoras de ansiedades persecutorias. Arrogancia, soberbia y descalificación del Otro son las típicas características del narcisista. Pero en la sociedad occidental actual, donde prima el “culto al yo”, el narcisismo ha dejado de ser algo patológico: hoy es “normal”. Existe una creciente preocupación por uno mismo. Es el mensaje que se da desde los lugares de venta de poder y de consumo. El narcisismo le está ganando la batalla al altruismo (Arnaldo Rascovsky, 2012). Según los especialistas, el narcisista rara vez llega a reconocerse como tal para pedir la ayuda de un terapeuta, pero esto puede traducirse, a la larga, en drogodependencia, automedicación, úlceras, etcétera. Ése es, más allá del síntoma de una sociedad que puede hacerse la distraída, el peligro de que el narcisismo deje de ser considerado un trastorno de la salud. Para muchos la leyenda de Narciso es una antigüedad. Pero, si se mira con atención, los narcisos no sólo son flores que están en los ríos y que reflejan majestuosamente su imagen en el agua: están en las calles de nuestra ciudad. Hay que avisarles que enfrente de ellos está el Otro y que los necesita para construir una sociedad digna de ser vivida. (*) Médico especialista en Clínica Médica. Magíster en Educación. ramonnavarro9@gmail.com
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