Nos viene a convidar el necio

Fue con una cita de Jonathan Swift que un escritor nacido en Nueva Orleans decidió abrir su novela más conocida, célebre sólo porque su madre rescató del olvido el original inédito y rogó mil veces hasta que lo publicaron.
La cita de Swift decía que cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificárselo por este signo: todos los necios se conjuran contra él.


Quién sabe si recordó esa idea cuando se suicidó en 1969, a los 31 años: el escritor de Nueva Orleans era John Kennedy Toole, el autor de La conjura de los necios.


La suya era todavía una idea loca, y por eso sincera, de la necedad. Hay otras. El poeta cubano Silvio Rodríguez es aplaudido por una canción de su autoría en la que se reivindica como el necio ejemplar. Víctima de la incomprensión ajena. En verdad, lo aplauden por la superioridad moral que se adjudica, apenas enmascarada tras la impostura falsamente modesta de la necedad.


Rodríguez suele explicar que a su canción El necio la parió el derrumbe del campo socialista tras la caída del Muro de Berlín. “Me vienen a convidar a arrepentirme. Me vienen a convidar a tanta mierda”.
El domingo pasado, desde las calles de San Antonio de los Baños hasta el malecón de La Habana, miles de cubanos de ropas raídas salieron a gritar a voz en cuello que sus hijos están cayendo muertos como moscas por el hambre y la peste.


Algunos saquearon las tiendas estatales (de las que son dueños, según la doctrina que les enseñaron) y se llevaron los televisores y otros bienes dolarizados a los que sólo acceden los burócratas y oligarcas del Partido Comunista. Hicieron algo que el régimen les tiene prohibido: mostrar en qué los convirtió la revolución.


La nueva trova cubana, unos raperos ignotos que destronaron a Rodríguez, apoyó a los manifestantes con una herejía de mayor calibre. Cambiaron el lema de Fidel, “Patria o muerte”, por una conjunción superadora e irrefutable: “Patria y vida”.


El presidente Miguel Díaz-Canel llamó por cadena nacional a la guerra civil: “La orden de combate está dada. A la calle los revolucionarios”. Y lanzó una feroz represión contra los oprimidos rebeldes.
Valga el breve sumario para anoticiar al presidente argentino, el inopinado Alberto Fernández.
El mismo domingo, Silvio Rodríguez había posteado en su blog (con necedad menos pétrea y más rumbeante) un debate de exfuncionarios castristas en apoyo crítico a Díaz-Canel. Urgiendo cambios, más o menos gatopardistas, hacia una economía que se arriesgue un poco al mercado. Con purga interna y defenestración de los “lastres conservadores” y una buena dosis de realismo práctico.


Un viaje acelerado de la apología de la obcecación, al final de la “contumacia romántica”. Antes, Rodríguez decía que el precio digno para abandonar su condición de necio era el levantamiento del embargo norteamericano y la devolución de Guantánamo. Suele ser así la economía bimonetaria: obliga a devaluar hasta la necedad.


Miles de cubanos de ropas raídas salieron a gritar a voz en cuello. Hicieron algo que el régimen les tiene prohibido: mostrar en qué los convirtió la revolución.



Pero Díaz-Canel no parece entretenido con tanto lirismo romántico. Reprime, secuestra, envía grupos paramilitares a las barriadas míseras donde aprieta hasta la delación y encarcela a los disidentes.
Hasta que la crisis le golpeó la puerta, miraba con suficiencia la necedad de Daniel Ortega. El dictador nicaragüense que, para perpetuarse, decidió encarcelar a los candidatos opositores, desaparecer periodistas, perseguir obispos y vigilar en la alcoba a sus antiguos camaradas de lo que fue el sandinismo liberador.


El castrismo de segunda generación, que prometió reformas cuando Barack Obama y el papa Francisco le ofrecieron una oportunidad a la distensión, se burló al fin de esa necedad y continuó prohijando los atropellos de Nicolás Maduro que hundieron a Venezuela en la crisis humanitaria y el exilio forzado más grave de la región.
El presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa, Jorge Canahuati Larach, advirtió ayer, a propósito de la situación desesperante de la prensa en Nicaragua, que se cierne sobre América latina una nueva noche para la libertad de expresión. Como otras que ya se padecieron trágicamente en el pasado.


En la Argentina, la apología del necio –ese delirio de supuesta genialidad estratégica que se reivindica con hipocresía en el ombligo incomprendido de una conspiración ancha y ajena– todavía cuenta con feligreses. Alberto Fernández, sin ir más lejos, ya le entregó el nombre de la República Argentina a la diplomacia que apoya a esos tiranuelos: Díaz-Canel, Ortega, Maduro.


Cede su dignidad al ritmo de los insultos de Diosdado Cabello. A estar de las glosas de Silvio Rodríguez, ¿a qué nos viene a convidar Fernández?


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