Chile: el proceso constituyente, entre fantasmas y disfraces

YASNA MUSSA *


Tres años después, un sector político no tuvo reparos en borrar con el codo lo que escribió con la mano hace apenas unos meses, dispuesto a contradecirse y boicotear el proceso.


Hace exactamente tres años, los presidentes de los partidos de todo el abanico político chileno se sentaron a conversar y fueron retratados en una imagen poco usual para la coyuntura nacional, sobre todo por el contexto: lo hicieron en medio de una crisis político-social que tenía al gobierno del entonces presidente, Sebastián Piñera, en la cuerda floja. Una revuelta callejera había comenzado cuatro semanas antes, en un ambiente de tensión e incertidumbre como no se recordaba desde la dictadura de Augusto Pinochet.

Aquella instancia, bautizada como el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, concretó el comienzo de un proceso para aproximarse hacia lo que demandaba la ciudadanía: terminar con la Constitución de Pinochet. El primer intento sería un acto fallido, pues el 4 de septiembre pasado 62% de las personas decidió rechazar el texto propuesto por la Convención Constitucional, el órgano electo para redactar una nueva Constitución.

Ese inicio, el 15 de noviembre de 2019, se observa ahora -con la ventaja que da la distancia- como un encuentro de voluntades donde muchos arriesgaron su capital político entendiendo la importancia de lo que estaba en juego. Y, más allá del juicio de valor que se pueda esgrimir, se asumió con responsabilidad el rol para el que fueron electos.

Pero hoy, tres años después, un sector político no ha tenido reparos en borrar con el codo lo que escribió con la mano hace apenas unos meses, dispuesto a contradecirse y boicotear el proceso, pues vieron allí una oportunidad para renacer políticamente. Lo hicieron sin propuestas, muchas veces repitiendo fake news e incluso yendo en contra de sus partidos de entonces. Ahora han decidido formar su propio colectivo y se han sumado a la discusión constitucional sin que quede muy claro qué posición juegan en esta nueva ecuación política, mostrando más inconsistencia ideológica que una postura díscola.

Hoy el proceso avanza lento y a tropiezos, marcado por excusas para ganar tiempo o dilatar el impulso que se vivía tras el plebiscito, pues sectores de la derecha se opusieron a negociar en octubre por que les sonaba a “octubrismo”. Ahora, un diputado de la oposición agrega que el acuerdo debe cerrarse en noviembre, porque si no “es muy probable que no haya acuerdo”, instalando la idea de un ultimátum, como si los avances no dependieran también de su sector.

Así, entre amenazas y conexiones rebuscadas, políticos conservadores y defensores del status quo que se disfrazaron de paladines de la democracia intentan hoy condicionar los avances porque asumen que el triunfo del Rechazo les da la razón y es una luz verde para seguir actuando sin ceder. Por estos días, la discusión parece más bien secuestrada por la forma, con calculadora en mano, que del fondo que llevó al país a este punto. Cualquier intento de enfocar el debate en lo esencial ha encontrado más bien muros y escasos puentes que puedan aunar ideas.

En los dos últimos meses el proceso constituyente ha disminuido su presencia en el debate público, en los espacios de conversación, e incluso entre la ciudadanía. Quienes ocuparon su tribuna mediática repitiendo frases como “rechazar para reformar” se han convertido en fantasmas que ya han dejado de merodear por los medios con la frecuencia que lo hicieron cuando rebasaban entusiasmo por rechazar la propuesta constitucional.

La imagen del 15 de noviembre de 2019 se ha ido difuminando para dar paso a fotografías individuales, donde pesan más los liderazgos personales antes que el consenso mínimo para avanzar. Recién el 11 de noviembre, la derecha presentó su propuesta, que se enmarca en que la instancia tenga 50 personas elegidas -igual que el Senado-, mientras el oficialismo ha flexibilizado su postura, aceptando que ambas coaliciones dentro de la alianza de gobierno están dispuestas a repensar sus ideas y prometiendo un acuerdo unificado dentro de los próximos días.

Que el Apruebo no haya sido capaz de convocar, no es un cheque en blanco para que ninguna de las partes pueda hoy imponer un proceso que se salte una discusión profunda sobre el modelo socioeconómico o el tipo de país que imaginamos. Lo contrario, controlado, acotado, entre quienes han cedido poco y nada a regañadientes, no sería más que una copia actualizada de la misma Constitución que nos rige hasta hoy. Hacer de esta oportunidad histórica apenas un debate superficial, sin cuestionar la estructura que llevó al país a una crisis profunda y que hoy lo tiene sumido en una especie de parálisis, no hace más que empujar los esfuerzos a quedarnos con lo mismo. Llevar una copia que solo maquille los términos del texto actual a un proceso de simulacro democrático terminaría por legitimar los errores y negaría la posibilidad de repensar el futuro y la sociedad que queremos llegar a ser.

* Corresponsal y reportera freelance en Chile. The Washington Post


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