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El maniqueísmo de Javier Milei

La extraordinaria agresividad del presidente a menudo sólo sirve para granjearse la hostilidad de personas que nadie en su sano juicio calificaría de colectivistas.

De un modo u otro, todos somos seguidores del visionario persa Maní que, en el siglo III, construyó un credo religioso muy influyente, uno que casi desplazó al cristianismo primitivo, en base al conflicto entre el reino de la luz y el de las tinieblas. Aunque algunos tratan de asumir posturas matizadas, a nadie le es dado negarse a participar de una versión propia de la lucha del bien contra el mal. Es algo que muchos hacen con entusiasmo desbordante sin por eso poder decirnos con precisión qué, para ellos, es el bien, Por ser cuestión de un problema que desde hace milenios mantiene ocupado a un sinnúmero de filósofos, teólogos y otros, la confusión que sienten puede entenderse.

Javier Milei es un maniqueo extremo. Con aún más pasión que los partidarios incondicionales de Cristina Kirchner, separa a los iluminados que saben lo que es la verdad de los que, por motivos que le cuesta comprender, se resisten a verla.

Insiste en que, con la ayuda de “las fuerzas del cielo”, rescatará no sólo a la Argentina de la oscuridad sino también al mundo; a su juicio, el planeta entero se ha entregado a una mezcla malsana de socialismo, colectivismo, feminismo, burocratismo, ecologismo y fantasías “woke”. Con la modestia que lo caracteriza, se cree destinado a liberarlo.

Fue en base a tales convicciones que, hace un par de semanas, Milei fustigó con su furia habitual a la ONU, tratándola como una entidad perversa que procuraba establecer una dictadura mental planetaria. De haberse limitado a criticarlo por el odio obsesivo hacia Israel de muchos de los 193 países miembros y de lo infame que es permitir que regímenes brutales como los de Cuba y Venezuela ocupen lugares destacados en el Consejo de Derechos Humanos, la intervención de Milei hubiera contado con la aprobación, acaso tácita, de los gobiernos democráticos, pero también optó por embestir con más vehemencia aún contra el llamado “Pacto del Futuro”, una lista de intenciones buenas sobre temas como el del desarrollo sustentable y el desafío planteado por los cambios climáticos, que una mayoría muy amplia apoyó aunque, claro está, pocos estarán dispuestos a tomarlo demasiado en serio.

Milei se ve como el líder de una rebelión de alcances globales contra la tiranía de “una casta” ubicua de ideología izquierdista que, además de haberse apoderado de un sinfín de instituciones burocráticas vinculadas con la ONU y otras organizaciones multilaterales, se las ha ingeniado para colonizar buena parte del mundo de los negocios. En enero pasado, viajó a Suiza para vapulear a los multimillonarios que se habían congregado en Davos para asistir a una nueva edición de Foro Económico Mundial; los acusó de poner en peligro al Occidente al rendirse al colectivismo que en su opinión encarna el mal. Desde entonces, no ha dejado pasar ninguna oportunidad para redoblar los ataques contra el statu quo, lo que ha servido para erigirlo en una celebridad internacional.

Milei es tan excéntrico que es sumamente difícil ubicarlo en el tablero ideológico.

¿Es “ultraderechista”, como casi todos dicen? Aunque a los sindicados como integrantes de “la nueva derecha” les gusta incluirlo en la fraternidad, el ideario de Milei no tiene mucho en común con los de la italiana Giorgia Meloni, la francesa Marine Le Pen, el húngaro Viktor Orbán y el norteamericano Donald Trump que, a diferencia de él, están preocupados principalmente por las consecuencias para sus países respectivos del ingreso atropellado de multitudes de personas procedentes de lugares de culturas que son difícilmente compatibles con las occidentales. Por lo demás, desde el punto de vista de Milei, todos, al igual que los empresarios riquísimos que castigó en Davos, pecan de “colectivismo” ya que, lejos de tener interés en desmantelar el Estado, quieren fortalecerlo.

¿Le conviene a la Argentina que el presidente sea una figura mundial sumamente polémica? Andando el tiempo, si su defensa apasionada del mercado libre se ve acompañada por una gestión económica exitosa, podría traerle muchos beneficios al persuadir a los grandes inversores que el larguísimo eclipse del país ha tocado a su fin, pero, por desgracia, aún no ha logrado eliminar las dudas en tal sentido.

Si bien muchos aplauden la reducción de la tasa de inflación – que sigue estando entre las más elevadas del mundo -, aún no hay señales de que el débil “aparato productivo” esté en condiciones de aprovechar los beneficios del equilibrio fiscal que ha logrado.

Hasta que comience a hacerlo con vigor, persistirá el escepticismo que motiva el maniqueísmo extraordinariamente agresivo de Milei que sólo sirve para granjearse la hostilidad de personas que nadie en su sano juicio calificaría de colectivistas.


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