Un viaje por los pueblos de Suiza, de la mano de su gente

Juan Agustín Maiolino es de Roca y recuerda una aventura que lo llevó a conocer un país desde la casa de varias familias que le abrieron las puertas y lo trataron como a un hijo.

No sabía absolutamente nada de lo que iba a pasar, solo sabía que tenía una mochila, una carpa, 60 francos y una semana para andar por Suiza.
Comienzo desde el principio: mi nombre es Juan Agustín, y en 2017 dejé en pausa la carrera de Ingeniería Civil para irme a trabajar a Inglaterra. Luego de muchas aventuras viajando a dedo por el país inglés, saqué un pasaje ida y vuelta hacia Suiza.

El plan era que no haya una ruta definida, pero admito que tengo un amor enorme por visitar pueblos y conocer su gente y sabía que no iba a incluir ninguna gran ciudad. Cargué carpa y bolsa de dormir, y si la noche me agarraba sin hospedaje, el plan era acampar en medio de la montaña ¡Qué equivocado que estaba! Las 7 noches que pasé fui recibido y hospedado por 4 familias locales que me trataron como a un hijo.

Durante el vuelo, y usando la aplicación de Couchsurfing (una App que conecta viajeros para hospedarse con locales de manera gratuita) entré en contacto con una señora de 60 años que aceptó recibirme en su casa. Así conocí a Bárbara, en el pequeño pueblo de Wilderswil, con quien compartí dos días hermosos de senderismo por la montaña a la mañana y charlas reflexivas por la noche.

Argentino viajando por Suiza dice el cartel.

El viaje comenzaba de una forma hermosa, pero mi primera noche no fue tan linda y creo está bueno contarlo porque los viajes suelen estar llenos de momentos mágicos pero también de momentos de mucho miedo. La combinación: primera noche, no tener dinero y encima no saber qué iba a hacer o donde iba a dormir los siguientes días, se amalgamaron para darme una sensación que pocas veces había vivido y dormí muy poco.

Al siguiente, mi último día en Wilderswil, descubrí que no muy lejos de donde estaba, se elevaba uno de los puentes colgantes más largos del mundo: El Triftbrücke. Cuando vi eso mi corazón aventurero dijo “sí, acá tenemos que ir, salimos mañana”. Le conté mi plan a Bárbara y me dijo que queda cerca del pueblo de Meiringen y que ella tiene una amiga viviendo allí.

Le pregunté si había alguna chance de ponerme en contacto con su amiga y preguntarle si me podría hospedar unos días, a lo que me respondió: “hace mucho que no la veo, pero tomá”, y comenzó a anotar un número en una hoja para entregármela. “Éste es su número de teléfono, llamala ahora y preguntale”, dijo.

Al principio pensé que era un chiste, que iba a llamar ella, hablarle en suizo-alemán y explicarle la situación a ver que se podía hacer. Pero no. Le daba vergüenza llamar a su amiga porque no la veía hace mucho tiempo y me dijo que llame yo.

El paisaje y el arcoíris es de una ciudad que se llama Interlaken.

Quiero intentar ponerlos en la situación en la que de repente me encontraba. Estaba llamando por teléfono a una mujer que no conocía, hablando inglés sin saber si ella me entendía (yo sin un gramo de alemán), para preguntarle si podía hospedar a un chico de Argentina que tenía ganas de conocer un puente. Consensuemos en que fue una de las llamada más locas de mi vida. Y así como va la cosa, marqué. Del otro lado de la línea me saludó una señora. “Hola, soy Juan de Argentina, estoy viajando a dedo y quería conocer este puente…”, comenzó a contarle toda la historia en inglés.

Cuando terminé de hablar esperé a ver si me respondían del otro lado. Nada, silencio absoluto durante un minuto. Entonces me responde contenta: “¡Claro que podés venir! Te espero mañana. Te podés quedar todas las noches que quieras, si llegás para el almuerzo te esperamos con una comida casera de la familia, mandale un saludo a Bárbara, Tschuz”.

Esa noche ya no tenía tanto miedo como la primera, asegurando mi decisión de viajar descubriendo las historias locales en esos rincones pequeños que no aparecen en los mapas.

Tercer día viajando a dedo por Suiza.

Me levanté, armé la mochila, me despedí de mi anfitriona y salí a la ruta que cruzaba el pueblo con el destino en mente junto a una nota de como pronunciarlo.

Como buen apasionado de las matemáticas, siempre cronometro el tiempo que espero en la ruta: El cronómetro arranca cuando apoyo la mochila en el suelo y termina cuando frena un auto para levantarme. Suiza fue, hasta ese momento, el país en el que más rápido me levantaron con una media de 12 minutos.

El Triftbrücke es uno de los puentes colgantes peatonales más espectaculares de los Alpes. 

Quien me llevó hasta Wilderswil fue un hombre de negocios muy carismático, que me dejó a media cuadra de la casa donde mi familia anfitriona me hospedaría. El barrio era hermoso, con un pequeño rio, prados verdes y unas gigantescas montañas de fondo. Al llegar a la casa, toqué la puerta y me atendió una señora de unos 50 años de pelos blancos y despeinados.

Ella era Colombe. Había residido toda su vida en Meiringen, donde vivía con sus dos hijos y su hija adolescente. Pasé dos días super lindos con ellos, realmente me acogieron como uno más de la familia.

En mi segundo día en Meiringen me organicé para poder tomarme un tren y llegar hasta el inicio del sendero para el puente colgante. Después de 3 horas de subida hasta el Triftbrücke, charlar con la gente que estaba allí y compartir un mate calentito en el pico de la montaña, emprendí mi regreso.

La vuelta sería por otro camino y admito que me confié demasiado pensando en que si seguía los carteles, podría llegar nuevamente al pueblo. La realidad es que me perdí y terminé en un “campo” donde criaban vacas y toros galardonados con premios que colgaban de las casas de los criadores.

Un alto en casa de Hanz

Con mapa en mano, mi plan era viajar unos 90 km hasta Berna, donde una amiga me hospedaría unos días. Sin embargo, el plan cambio totalmente de dirección cuando apareció Hanz. Me levantó en su Toyota de última gama mientras hacía dedo y, cuando le conté que me encantaba visitar pueblos pequeños, no dudó en invitarme a conocer el pueblo donde él vivía.

Este pequeño pueblo de menos de 2000 habitantes se llamaba Beatenberg y, ubicado en medio de la montaña, guardaba una vista fantástica al lago Thunersee y el valle que lo envuelve.

Hanz administraba junto con su esposa e hijo unas cabañas para los turistas y al ver que yo estaba viajando en carpa y que no tenía donde pasar la noche, no dudó en invitarme a quedarme cuantos días quisiera. Esta espontanea pero sincera amabilidad y calidez de la gente fue una constante durante todo el viaje, no solo con Hanz.

Vista desde el balcón de la casa de Hanz.

Apenas llegamos a su hogar, Hanz destapó dos cervezas para que tomemos sentados en su balcón con vista a la ciudad de Interlaken ubicada en lo bajo del valle.

Al regreso de una caminata por el pueblo, Hanz preparó una degustación de quesos típicos, junto con el regalo de una remera y una navaja con el logo del pueblo. Sin embargo, y lejos mi anfitrión de estar satisfecho con los regalos que me había dado, me entregó en mano un Ticket para subir en teleférico hasta lo alto del Niederhorn, la montaña más turística de allí.

A la mañana siguiente subí en teleférico por la impetuosa montaña, donde me volví a encontrar con Hanz y su hijo. Hanz me dice: – Mi hijo trabaja acá en la montaña alquilando unos monopatines para bajar hasta el pueblo y quiere invitarte a bajar en uno, ¿Bajamos?- Y así de sorpresa, me encontraba bajando en monopatín por la ladera de la montaña junto a Hanz. La alegría se volvió a hacer presente.

Hanz bajando en bicileta y Juan Agustín en monopatín desde el Niederhorn

En la base de la montaña, me despedí de Hanz y le agradecí por haberme recibido tan bien. Estoy seguro de que mi paso por el país no hubiera sido tan divertido sino lo hubiera conocido.

Pero ahí estaba de nuevo, en la ruta con el pulgar levantado rumbo a Vinelz, donde iba a pasar mis últimos días del viaje.

La llegada a Vinelz en el noroeste de Suiza y una sorpresa especial.

Vinelz es un pueblo de alrededor de 1000 habitantes, allí limitan la región de habla alemana con la francesa. Yo llegué sin conocer nada de la zona, pero con la dirección y el número de teléfono de una pareja mayor que me invitó a pasar unos días.

Después de caminar medio perdido por el la zona rural llegué a la dirección anotada, pero me pareció muy extraño no ver a nadie adentro. Di una vuelta alrededor y en la puerta de atrás me habían dejado una nota que decía en alemán: “¡Bienvenido Juan! Estamos en la feria del pueblo, volvemos pronto”, junto con un diccionario inglés-alemán. Todavía no nos conocíamos pero ya me habían hecho sentir como en mi propio hogar.

Al rato, desde lo lejos un tractor con un remolque que llevaba la maqueta gigante de una granja de la zona se acercó. Estacionaron frente a la casa, saludaron y dijeron: “Vamos para el centro que hoy es la fiesta del pueblo y estamos celebrando allá”.

Tractor y maqueta de una granja suiza.

¿Qué probabilidades hay de llegar justo el día de la fiesta más importante del pueblo? No sé, pero ahí estaba, subido al guardabarros de un tractor, llevando una maqueta gigante para una fiesta desconocida sin hablar un gramo ni de alemán ni francés.

Ahora sí, les presento a Danu y Anita, mis anfitriones por los siguientes dos días, una pareja adulta jubilada que vive de su granja.
Desde que llegué me trataron como uno más de la familia, y buscaron que tuviera la mejor experiencia en todo momento, pese a que Danu solo hablaba suizo-alemán y Anita muy poco inglés (y para eso teníamos el diccionario traductor).

Llegamos al centro del pueblo y estacionamos el tractor entre las dos calles más concurridas. Parecía que estaba todo el pueblo: se escuchaba música típica desde las casas, decenas de banderas con los escudos de las familias colgando desde los balcones y mucha alegría. Sobre las calles y veredas los puestos de comida vendían waffles franceses y salchichas alemanas, una foto de la mezcla cultural de la zona.

“¿Es la fiesta de qué?”, pregunté un poco ingenuo. “¡Es la fiesta de la uva y del vino!”, me respondió Danu y agarró un pequeño vaso de vidrio atado a un colgante y me lo puso alrededor del cuello. “Ahora este es tu vasito, cuando te lo vean vacío te van a servir vino”, continuó Danu mientras me servía la primera medida.

Mientras caía la noche, más gente se acercaba al cruce y más botellas vacías se apilaban en las esquinas de las casas. Tomamos vino, comimos cosas con nombres impronunciables, bailamos danzas extrañas y lazamos banderas al aire para agarrarlas antes de que toquen el suelo.

Fue una experiencia hermosa, porque a pesar de no poder comunicarme por el idioma con la mayoría de la gente que estaba ahí, los pude entender y ellos a mí. Creo que el idioma de la sonrisa es universal, en especial cuando todos están pasados de vino blanco.

Al otro día por la mañana, salí en bicicleta a recorrer el pueblo y visitar el lago, tomamos mate y finalmente terminamos el día con Anita enseñándome a preparar una tradicional fondue de queso que compartimos con toda la familia invitada.

Mi viaje llegó a su final, me despedí de mis queridos anfitriones, del hermoso país, y tomé el avión de vuelta. Terminé con una sensación de nostalgia, sin saber si lo que había vivido durante la última semana había sido un sueño o el producto de un viaje distinto, donde el eje común siempre fue compartir de manera sincera con la gente del lugar.

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