Testimonios sobre el desempleo: ¿Dónde está la rabia?

Se levanta una mañana fresca en este barrio de edificios de ladrillo rojo de Getafe, una ciudad dormitorio del sur de Madrid, donde vine para asistir al desahucio de un propietario que ya no puede pagar su hipoteca, golpeado por la crisis, en lo que se anuncia como un reportaje de rutina y un poco deprimente.

Pero, mientras paso junto a un pequeño grupo de amigos y vecinos reunidos ante la puerta de Paco, ocurre lo inesperado. Paco sale a la calle y no parece el arquetipo del desahuciado. Sonríe. También se ríe. Hunde un cucharón en una gran cacerola de chocolate caliente y empieza a llenar vasos que le tiende toda la gente a su alrededor.

No hay expulsión. Paco ha perdido su piso, pero ha logrado un plazo de algunas semanas por parte de su banco, que le autoriza a quedarse mientras el ayuntamiento le busca una vivienda social.

Lo que, en un principio, iba a ser una concentración de protesta acaba en fiesta de barrio. Una anciana se asoma a su ventana y felicita a Paco. “Preparo café. ¿Queréis?”, ofrece.

En los seis meses que llevo viviendo en España me acostumbré a recorrer los comedores de beneficiencia, las agencias de empleo y las viviendas de los que están a punto de ser expulsados, para informar sobre una crisis económica que ya ha entrado en su cuarto año.

Un periodista a menudo siente un nudo en el estómago cuando debe hablar con gente con problemas. Pero, los españoles parecen tener un don para facilitarte el trabajo. En casa de Paco, esa mañana, el reparto de chocolate caliente sirve para desdramatizar la situación.

Paco sonríe sin manifestar la más mínima suspicacia y comprende instantáneamente por qué he venido a verlo. Me ofrece una taza de chocolate. Sus amigos lo rodean como una gran familia feliz.

Entre los miembros de esta familia se cuentan también activistas del colectivo conocido como “15-M”, los famosos “indignados”, precisamiente quienes convencieron al banco acreedor de Paco de que llegue a un acuerdo con él para evitar, por ahora, que se vea en la calle.

“Tienes que escribir que es gracias a toda esta gente”, asegura. “Me han acompañado a reuniones con el banco y el ayuntamiento. El banco se encontró confrontado a este grupo, a la gente que me ha ayudado. Sopesó la fuerza de sus adversarios y aceptó un acuerdo satisfactorio”, agrega.

En una España donde millones de personas se quedan sin trabajo o ganan sólo unos pocos cientos de euros al mes, viven con sus padres y encadenan pequeños trabajos uno tras otro, se respira rabia. Eso es seguro. He visto funcionarios ser insultados. He oído el clamor de cientos de profesores, enfermeras y bomberos que protestaban en las calles.

Pero, a menudo, la rabia, el sufrimiento, se esconden tras una tímida sonrisa, un encogimiento de hombros desganado, o un simple “bueno”.

Así que, ¿dónde está toda esa rabia?, me pregunto. ¿Qué se necesita para que los españoles dejen de tomarse la cosa con calma? ¿Cuándo van a rebelarse? ¿Cuándo van a empezar a prender fuego a las cosas como en Londres? ¿o llevar a cabo huelgas masivas que pongan al gobierno en situaciones límites, como en Francia?

Algunos contenedores ardieron en Barcelona en una manifestación, en una acción considerada como marginal en medio de un movimiento pacífico. Una huelga general tuvo lugar justo antes, pero parece haber llegado un poco tarde para refrenar a un gobierno conservador que todavía va viento en popa impulsado por su aplastante victoria en las elecciones.

Caminando por las calles de un pueblo de Andalucía, un región azotada por el desempleo, encuentro pocas señales de la mala situación que espero: no hay vandalismo ni pequeños hurtos.

“El apoyo de la familia es la clave de la paz social”, dice el alcalde del pueblo, Alfonso Caravaca. “Los padres se aprietan el cinturón para ayudar a sus hijos. Hay jubilados que mantienen a sus hijos y a sus nietos”.

Estoy en una esquina con un colega, preguntándonos cómo encontrar a desempleados que entrevistar, en un pueblo donde todos los jóvenes desilusionados parecen quedarse tranquilamente en casa con sus padres. Un coche se para y baja la ventanilla, en su interior, Manuel, el conductor, y tres pasajeros.

“¿Periodistas? Sí, somos desempleados, todos. Ya hace cuatro años”, dice Manuel, y añade “¿Queréis que os lo contemos?”.

Y ahí vamos. Empiezo a imaginarme en que clase de problemas se meterán Manuel y sus amigos, yendo por ahí todo el día sin nada que hacer.

Pero la realidad es más sana.

“Ven esta noche al gimnasio que hay cruzando la calle”, dice Manuel. “Nos encontrarás jugando a fútbol sala”.

Manuel está allí a las siete en punto. Marca varios goles antes de parar, sudando, para la entrevista. No tiene nada que ganar hablando con nosotros. Todo lo que tiene es el fútbol sala, un pasatiempo barato para un hombre de 32 años que vive con sus padres, que comparten con él y su hermano los 400 euros de ayuda que reciben.

“No tengo futuro”, dice, y se encoge de hombros.

Cuando me iba para España el pasado verano, la prensa internacional cubría sus portadas con las protestas masivas de los “indignados”. Mis amigos me preguntaban cómo pensaba que evolucionarían las cosas y cómo actuaría la policía con esas manifestaciones si continuaban. ¿No será como en Libia o Egipto, verdad? Después de todo es una democracia occidental. Pero hace 40 años, España también estaba bajo una dictadura.

Esa ha sido una de las palabras más usada por los manifestantes: “¡dictadura!, gritan, en referencia al sistema financiero y a los líderes obligados a realizar más y más recortes. Un eslógan da vueltas en mi cabeza: “¡le llaman democracia y no lo es!”.

La policía se mantiene impertérrita, pero en ocasiones también actúa.

En Valencia, el mes pasado, los estudiantes me describieron cómo fueron perseguidos por los policías antidisturbios tras una manifestación en la que resultaron heridos varios jóvenes y agentes.

Las protestas que siguieron eran extrañamente “culturales”. Los estudiantes se manifestaban mostrando libros. “¡Estas son nuestras armas!”, gritaban.

Los padres de gente como ésta –y de Paco y Manuel– y el alcalde de Caravaca, crecieron con otra clase de austeridad en la España de Franco. Tal vez así aprendieron a vivir con poco y a seguir adelante.

Pero, las colas de desempleados aumentan. Se estima que hay más de 1,5 millones de familias en España en las que todos sus miembros están desempleados.

En Madrid, Tomás Rodríguez, un hombre de 32 años, sonríe y se encoge de hombros en el comedor de beneficiencia que llevan unas monjas y en el que come cada día.

“Mis padres están jubilados, pero dicen que sólo puedo volver y vivir con ellos si contribuyo”, dice Tomás, que perdió su empleo después de trabajar durante 14 años como reponedor en un supermercado.

“He enviado cartas a todas partes. No hay trabajo”, añade, encogiéndose de hombros, “así son las cosas. Bueno”.

Por Roland Lloyd Parry, desde Madrid

AFP


Se levanta una mañana fresca en este barrio de edificios de ladrillo rojo de Getafe, una ciudad dormitorio del sur de Madrid, donde vine para asistir al desahucio de un propietario que ya no puede pagar su hipoteca, golpeado por la crisis, en lo que se anuncia como un reportaje de rutina y un poco deprimente.

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