Tiempo de milagros

Por James Neilson

La verdadera religión de nuestro tiempo no es una variedad del cristianismo, islam, hinduismo o budismo sino la ciencia o, mejor dicho, la ciencia popular, es decir, las ideas a menudo extravagantes que tenemos los legos sobre las hipótesis y descubrimientos de quienes se dedican a investigar las diversas facetas del universo. En otras épocas, los deseosos de hacer pensar que su opinión personal se basaba en algo más que sus propias preferencias aseguraban contar con aliados sobrenaturales, pero en la actualidad propenden a atribuir sus convicciones a la ciencia, de ahí la proliferación de referencias a autoridades científicas en libros o artículos sobre temas totalmente desvinculados de la física, química, genética o cualquier otra especialidad. Puesto que a esta altura ninguna persona puede mantenerse al tanto de lo que está ocurriendo en todos los ramos y sub-ramos del saber, hasta los científicos más talentosos y diligentes han de confiar en la autoridad ajena cuando se alejan de su materia particular y, a juzgar por los comentarios que algunos han formulado, ellos suelen ser tan crédulos como el que más y estar tan dispuestos a construir edificios teóricos imponentes sobre la base de datos o conjeturas elegidos al azar, de suerte que es comprensible que también se sientan libres para hacerlo políticos, pensadores y periodistas.

El papel del científico actual, sobre todo si aspira a erigirse en una autoridad famosa, no se limita a hacer su trabajo. Por motivos profesionales tiene que venderse procurando explicar la importancia de sus actividades a personas que acaso sean reacias a apreciar la auténtica significancia de sus intentos de saber más sobre el metabolismo de una especie rara de lombriz o la presunta existencia de fuerzas físicas que tal vez se encuentren más allá de los confines de nuestra galaxia pero que, según sus rivales, también podrían ser meramente imaginarias. Es por eso que en ocasiones hasta los científicos más sobrios se ven obligados a exagerar un poco, dando a entender que sus investigaciones bien podrían redundar en un hallazgo capaz de transformar el destino del género humano, pero puesto que su oficio es sumamente competitivo nadie los criticará por tales excesos. Asimismo, en su condición de sacerdotes del culto dominante, es deber de los miembros de la «comunidad científica» producir una cantidad adecuada de milagros que, además de ayudarlos a conseguir los fondos que necesitan, mantienen entretenido a un público que reclama su dosis cotidiana de novedades increíbles.

Muchos lo hacen con el mismo afán que antes manifestaban los anacoretas del desierto egipcio que convivían con leones y conversaban largamente con los muertos. Muy pocos días trascurren sin que haya por lo menos un anuncio asombroso después del cual nada será igual. Algunos resultan ser decepcionantes o, cuando menos, prematuros, mientras que las consecuencias prácticas de descubrimientos supuestamente espectaculares no siempre corresponden a las expectativas. Gracias en buena medida a la prédica mesiánica de personajes que se afirmaban íntimos de científicos y técnicos renombrados, el año pasado se invirtieron cantidades inmensas de dinero, sumas que la Argentina no generaría en muchos años, en empresas «virtuales» que pronto caerían en bancarrota. También se propagó la idea de que la Internet estuviera por inaugurar una nueva edad educativa, pero después muchos especialistas llegaron a la conclusión de que las computadoras, lejos de ayudar a los jóvenes, los perjudicaban al entorpecer el cerebro permitiéndoles prescindir del ejercicio de la memoria y sustituir palabras por imágenes.

Los milagros más festejados de las semanas últimas han tenido que ver con el «proyecto genoma humano». Es de suponer que los participantes mismos saben muy bien que aún les queda muchísima labor para que su trabajo comience a producir beneficios, pero los promotores de la empresa no se sienten cohibidos por este pequeño inconveniente. Algunos han hablado como si no dudaran de que pronto conseguirían desterrar casi todas las enfermedades conocidas. Con la colaboración entusiasta de los medios, han proclamado que ya disponemos del «mapa genético del ser humano» o, mejor aún, del «libro de la vida». Ciertos detalles han sido especialmente emocionantes: tenemos 30.000 genes y, más llamativo todavía -dicen-, de esta cantidad respetable sólo el «0,2%» sirve para diferenciar a una persona de otra, ergo …. Sin embargo, compartimos con los chimpancés un «98%» de los genes, razón por la cual uno podría afirmar que aquel «0,2%» es en realidad fundamental.

Todo lo cual es fascinante, qué duda cabe, pero seis meses antes los diarios más prestigiosos del mundo nos informaban que conteníamos «60.000» genes, mientras que cuando se iniciaba el proyecto los vinculados con él aludían a los «100.000» genes o más sin los cuales no podríamos existir en nuestra forma actual. ¿Cambiarán de opinión dentro de un año? No sorprendería en absoluto si se revisaran las cifras una y otra vez, pero puede preverse que las futuras modificaciones sean aceptadas por el gran público con la misma tranquilidad que evidenciaría un campesino siciliano frente a una tesis teológica novedosa. Cuando de anuncios de esta clase se trata, los números cumplen una función similar a aquélla de una frase en latín en una obra doctrinaria: además de ser decorativos, sirven para asegurarnos que el autor es una persona seria.

Mientras que nuestros antepasados se sentían constreñidos a convencerse de que sus propios prejuicios descansaban firmemente en alguna que otra revelación divina, sus herederos quieren creerse respaldados por la ciencia. Es natural, pues, que los primeros resultados del «proyecto genoma humano» ya han sido convertidos en materia prima política. Por depender las diferencias genéticas de un miserable «0,2%» del total, miles de igualitarios de todas las latitudes se han puesto a aseverar que gracias a los científicos el racismo tiene los días contados. Pero es poco probable que resulte tan fácil eliminar «las diferencias»: al fin y al cabo, el que una cantidad mínima de genes haya sido suficiente como para que un niño fuera Mozart y otro un imbécil no parece tener connotaciones sociales o políticas evidentes.

Igualmente fantasiosa y más perjudicial es la noción de que una vez completado el genoma seremos los dueños orgullosos del «libro de la vida», tomo que contendrá todo cuanto necesitamos saber sobre nuestra formación no sólo material sino también cultural. ¿En verdad? Claro que no. A lo sumo, el genoma se parecerá a un diccionario: muchos contienen todas las palabras utilizadas por Cervantes, pero sería necesario saber un poco más para llegar a escribir Don Quijote. Por fortuna, los seres humanos y las culturas que crean son tan extraordinariamente complejos que continuarán eludiendo a los resueltos a reducirlos a fórmulas científicas: de lograr concluir su empresa los investigadores, la humanidad terminaría como un conjunto de máquinas muertas, sin secretos de ninguna clase, pero es poco probable que se acerquen a aquel objetivo final.

Un hallazgo de los cartógrafos genéticos que ha dejado perplejos a los decididos a intentar una lectura moral de sus esfuerzos está relacionado con la cantidad de genes requeridos por distintos animales y plantas. Según parece, el arroz es genéticamente mucho más rico que el ser humano: tiene 50.000 genes contra nuestros 30.000 y los 29.700 que son precisos para fabricar un ratón. ¿Significan algo estos datos numéricos? ¿En adelante nos sentiremos humillados al pensar en la complejidad sobrehumana del grano de arroz y respetaremos más a los ratones que son casi tan intricados como nosotros mismos?

De tomarse en serio las divagaciones de algunos comentaristas de un par de años atrás cuando estaba científicamente comprobado que en términos estadísticos por lo menos éramos mucho mejor dotados que los miembros de otras especies, deberíamos modificar nuestra actitud hacia los otros pasajeros de la nave espacial Tierra, pero, claro está, en este ámbito por lo menos la nueva información no cambiará nada en absoluto.


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