Un país de opositores


Desde hace tiempo, los dirigentes políticos se han mostrado más interesados en identificar culpables del estado calamitoso del país que en arriesgar soluciones concretas.


Juntos por el Cambio hizo una muy buena elección el domingo pasado, pero, alentados por los resultados de las PASO de septiembre y por los errores groseros cometidos por el gobierno, los líderes del “espacio” habían esperado una que fuera mucho más contundente. Con todo, aunque les resultó difícil ocultar la decepción que sintieron, para algunos el casi empate que se dio en la Provincia de Buenos Aires habrá sido motivo de alivio, ya que, de producirse la implosión oficialista con que fantasearon los más optimistas, se hubiera abierto un vacío de poder que ellos mismos no hubieran estado en condiciones de llenar. Aspiran a formar un gobierno, eso sí, pero están pensando en hacerlo en diciembre de 2023, lo que a su juicio les da tiempo de sobra en que prepararse para enfrentar la crisis insaciable que está devorando el país.

Como San Agustín cuando dijo “Señor, hazme casto, pero no todavía”, los dirigentes de Juntos por el Cambio quieren seguir siendo por un rato largo lo que creen ya ser, “una oposición responsable”.

No se trata de un objetivo muy ambicioso para hombres y mujeres que se proclaman resueltos a “cambiar la historia” de un país que, de tener razón los alarmados por los números oficiales, corre peligro de sufrir una catástrofe socioeconómica aún peor que la de 2001 y 2002, pero por ahora al menos parecen resueltos a subrayar su propia impotencia.

La triste verdad es que, si bien se ha difundido por buena parte del país la impresión – compartida por Cristina Fernández de Kirchner -, de que el gobierno formalmente encabezado por Alberto Fernández es malísimo, la única alternativa disponible no motiva demasiado entusiasmo. A pocos se les ocurriría atribuir el triunfo que anotó Juntos por el Cambio a las dotes políticas superiores de Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal, Diego Santilli y Facundo Manes. Mientras duró la campaña, se limitaron a pronunciar las banalidades de siempre, afirmándose a favor de cosas buenas como la educación, la tolerancia y la seguridad ciudadana y cuidándose de decirnos lo que harían para impedir que la pavorosa crisis económica continuara agravándose.

Es que los dirigentes opositores saben muy bien que no les convendría del todo asustar a un electorado mayormente empobrecido aludiendo a los ajustes dolorosos que a buen seguro tendrán que aplicarse en los meses próximos.

Quieren que el gobierno pague todos los costos políticos de la austeridad extrema que se acerca. Tampoco los ayudaría advertir a los demás miembros de la clase política y a los sindicalistas de que sería necesario eliminar muchos derechos adquiridos por los distintos sectores corporativos, entre ellos los suyos.

Por desgracia, hay motivos para creer que no se trata del silencio táctico de personas que tienen preparado “un plan” que está a la altura de las circunstancias pero entienden que sería prematuro presentarlo en público, sino de su propia negativa a pensar en serio sobre lo que cualquier gobierno realista tendría que hacer para que, por fin, el país deje atrás las décadas de involución que lo han llevado a su situación actual. Alberto no es el único que ha sido incapaz de formular “un plan” económico coherente; cuando es cuestión de hacer propuestas concretas, quienes lo critican por tal motivo son igualmente deficientes.

Puede que haya excepciones que no se hacen oír, pero todos los demás integrantes de la clase política nacional son opositores vocacionales.

Alberto y Cristina, Axel Kiciloff, Martín Guzmán y otros voceros oficiales hablan como si todavía no hubieran comenzado su propia gestión porque Mauricio Macri, respaldado por el FMI, aún está en el poder. Lo hacen no sólo porque creen que les es ventajoso sino también porque en el fondo la variante kirchnerista del peronismo es un movimiento de protesta contra el mundo tal y como es que no se define por sus propias aspiraciones sino por la hipotética necesidad de luchar contra enemigos terriblemente poderosos. Es irresponsable por principio.

Es debido a este “oposicionismo” ubicuo que nadie quiere hacerse cargo de nada significante. Desde hace mucho tiempo, los dirigentes políticos más destacados se han mostrado más interesados en identificar a los presuntos culpables del estado calamitoso del país que en arriesgarse proponiendo soluciones concretas.

No extraña, pues, que se haya hecho inmanejable la gran crisis, que es fruto de la pasividad de generaciones de supuestos dirigentes que siempre encontraron pretextos, fueran políticos o, en el caso de los radicales de Raúl Alfonsín, éticos, para negarse a tomar medidas antipáticas.

A juzgar por la actitud tanto de los oficialistas como de los líderes de Juntos por el Cambio, el drama así supuesto dista de haber terminado.


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