Violencia y golpe de Estado en Bolivia

Víctor Damián Medina*

Aún es candente la situación que vive la hermana nación boliviana luego del golpe de Estado perpetrado hace casi un mes. Sin embargo, es posible ensayar una primera reflexión, muy escueta por otra parte, de la experiencia política del gobierno de Evo Morales en tanto expresión de los llamados socialismos del siglo XXI en Latinoamérica.


Hace unos años, a propósito del debate que había abierto el gobierno bolivariano de Hugo Chávez en Venezuela, comenzó a pensarse entre la intelectualidad progresista, y buena parte de su dirigencia política, el carácter ideológico-político de los regímenes de gobierno que tendían a favorecer a los sectores más postergados de la sociedad, a los grupos sociales históricamente más desposeídos y excluidos del famoso y largamente esperado derrame económico.

Me refiero con ello a los gobiernos que apuntaban más que sus predecesores, a la redistribución de la riqueza y la ampliación de diversos derechos civiles. En este contexto, se hablaba de “socialismo del siglo XXI” para mencionar, entre otros, a los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador.


García Linera, a la sazón vicepresidente electo de Bolivia, contribuyó en su rol de “intelectual orgánico” a acuñar dicha definición retomando la propuesta de Poulantzas (Poulantzas, 2005), quien postulaba un socialismo democrático opuesto al modelo soviético. De acuerdo al intelectual greco-francés, las concepciones instrumentalistas del marxismo clásico relativas al Estado habían contribuido a la burocratización de dicho modelo y a la acentuación de algunos de sus rasgos represivos.

Afín a esta idea, García Linera destacaba la diversidad cultural y la existencia de intereses sociales contrapuestos en el Estado plurinacional boliviano, observando en la propuesta poulantziana una alternativa socialista más viable y contrapuesta a las tomas del poder por asalto que habían sostenido el ideal apoteótico de los movimientos revolucionarios del siglo pasado. En este orden, la crítica del Estado concebido como instrumento o cosa suponía también una crítica solapada a las armas, a la violencia que debía ser empleada para hacerse disruptivamente del poder político y realizar las transformaciones sociales necesarias.


La argumentación del vicepresidente de Bolivia lograba desmarcarse así de las nociones que situaban al Estado capitalista como un acabado instrumento de dominación burguesa impermeable a los cambios sociales, permitiendo, alternativamente, la asunción de un nuevo socialismo, el llamado “Socialismo del siglo XXI”, a partir del cual las transformaciones podían ser procesadas a largo plazo y bajo el andamiaje de regímenes electorales asociados históricamente a la democracia burguesa.

Este nuevo socialismo, opuesto al socialismo clásico, se expresaría en nuevas y distintas formas de participación democrática y asociación colectiva que predispondrían otras formas de organización de la vida cotidiana y distribución de la riqueza. El Estado, en tanto condensación material de relaciones de fuerza entre distintas clases sociales (Poulantzas, 2005), comportaría así el espacio donde se abrirían las posibilidades de las clases dominadas para revertir su situación (política, cultural, económica).
Estas son las vigas de apoyo sobre las que tanto Poulantzas como García Linera edifican la potencialidad de un socialismo democrático.

Sin embargo, son bases de apoyo que no contemplan en demasía los mecanismos de resistencia de las clases dominantes, esto es, las acciones que podrían emprender estas para contrarrestar esos cambios. Tampoco reparan en el monopolio de la coerción física legal que detenta el Estado, y el efectivo uso que puede hacer de la violencia para detener estos procesos, si de lo que se trata es de sostener, en última instancia, los intereses particulares de una clase social.


Los hechos recientes obligan a revisar las apreciaciones más optimistas y no rehuir al debate del uso de la fuerza para sostener un orden social más progresivo e inclusivo.


Puede argüirse que las críticas sobre el Estado-cosa conspiraron, en tanto concepción adscripta a una tradición marxista profundamente intervenida por el estalinismo soviético, para relegar el alcance de sus funciones coercitivas y desatenderlas. Sin embargo, los hechos recientes en Bolivia obligan a revisar las apreciaciones más optimistas de esta concepción socialista y no rehuir al debate del uso de la fuerza para el sostenimiento de un orden social más progresivo e inclusivo para los sectores sociales históricamente más postergados.


Estas consideraciones no suponen, en sí mismas, un cuestionamiento a los socialismos democráticos o socialismos del siglo XXI, sino más bien un llamado de atención respecto a los límites de cualquier socialismo si prescinde del aparato coercitivo –y no solo cohesivo– del Estado y no se toman en cuenta los intereses creados y el poder de fuego de los sectores dominantes para deponer de facto la legitimidad transformadora de dichos regímenes. Conviene entonces ser menos ingenuos respecto al poder efectivo que emana del aparato represivo del Estado, pero también del fusil contra fusil de los grupos sociales desplazados.


*Doctor en Ciencias Sociales y becario posdoctoral Conicet-Cietes (UNRN)


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